Durante mi exilio político en Berlín intervine en la creación de un libro sobre Teología de la Liberación en América Latina. Sus autores, dos teólogos alemanes, uno seglar y el otro cura, abordaban el tema con decenas de entrevistas. Era un relato descarnado tocando lo hondo de nuestro continente en aquella década del setenta taponada de muertes y abusos, particularmente Chile de entonces, en pleno festín, con la derecha política unida a la democracia cristiana, comiendo en un solo plato, aherrojando al país con la sevicia de uniformados criminales y analfabetos.

Irreprochables y brillantes personajes, doctorados en universidades europeas, casi todos jesuitas, hablaban con dolor, rabia y amor de su misión evangélica. No lo hacían encaramados ni engolados en un púlpito sino desde barriadas, campamentos y poblaciones callampas o paupérrimas aldeas campesinas.

Conviviendo con miles de seres marginales enlodados, sin destino, clamaban por una fe liberadora, no alienante. Enjuiciaban a la vieja Iglesia Vaticana, un aparato soberbio y enjoyado, ausente del dolor humano. Esa iglesia católica sin Dios ni ley, cohabitando con el poder y el dinero, sentada a la mesa de los ricos.

Teólogos como el brasileño Leonardo Boff, el peruano Gustavo Gutiérrez o el uruguayo Juan Luis Segundo, autores de libros increíblemente lúcidos, venían a reclamar que la salvación cristiana es imposible sin una liberación económica, social, política e ideológica. Recordaban que la explotación capitalista era el maldito pan de cada día y que la falta de oportunidades un azote para la juventud. Que los ufanos países industrializados multiplicaban injusticia e inhumanidad. Que la opción por los pobres y desde los pobres, con el mensaje de Jesucristo, era la tabla de salvación para encarar ese poder mezquino y pomposo que anidaba en Roma.

Toda aquella pasión, utopía o esperanza –llámese como se quiera- fue barrida de plano por la institución omnipotente. El polaco viajero, Juan Pablo, desde su conservadurismo cerril disfrazado con sonrisas y el entonces inquisidor alemán Ratzinger, cabezas visibles del negocio religioso, fueron los encargados de encanecer, apagar y pisotear aquellos fuegos de un Evangelio limpio con una cristología consecuente.

¿Hasta dónde ha llegado hoy la tragedia de la llamada Santa Madre Iglesia cuyo centro mundial sigue siendo esa “Roma eterna”, y cuya clientela teórica es de mil doscientos millones de creyentes? Ya lo sabemos. Ahogada en graves escándalos financieros y sexuales, ajena al devenir de la gente común y corriente, perdiendo a sus fieles a borbotones, navega sin rumbo. Benedicto XVI, impotente y debilitado no pudo con los chacales.

En estos momentos reina un suspenso. Ultras del Opus Dei o Legionarios de Cristo, entre otras organizaciones del entramado oficial católico, aguardan. Que el cónclave de la Capilla Sextina hubiese elegido a un Pontífice argentino, miembro de los denostados Jesuitas, a un pastor abierto, tolerante y humilde, no dice más que lo que dice: o sea que (tal vez) ha comenzado una nueva etapa.

El planeta Tierra hoy bordea peligros tremendos. Entre la proliferación nuclear, la concentración económica, el exterminio ecológico, campean políticos y economistas mediocres que ahogan a los ciudadanos, sobre todo a los europeos. Bancos y empresas multinacionales se han apoderado de la endeble Humanidad dejándola mucho más maltrecha, deforme y egoísta.

A Jorge Mario Bergoglio le toca cargar con la cruz encabezando la limpieza de esta Iglesia Católica. Su nuevo nombre, Francisco, su historial y talante, le convierten en una alegría promisoria para la gente sencilla. Y es un desafío para los católicos de boquilla o para quienes, indiferentes, tienen la suerte de comer todos los días y gozar de un mediano bienestar.

Desde aquí, Europa eurocentrista, la que no se cansa de mirarse el obligo y cuyo catolicismo suele ser formal o superficial, bastante ajeno a las vicisitudes humanas, la elección es sorprendente. Llevamos más de una semana atosigados con los analistas que miran al revés y al derecho la fe religiosa del tercer, cuarto o quinto mundo.

En Alemania, Francia o Portugal escucho comentarios variopintos. Van desde el asombro a la ingenuidad. Que el Papa rompe moldes. Que su familia es preciosamente italiana, del Piamonte. ¡Ah, que le gusta el mate, el tango, el fútbol, que se desplaza en el metro, que cita a los poetas clásicos germanos y que, desde su juventud, tiene solamente un pulmón! Que le carga el boato.

Hay opinantes más sesudos. Explican que encabezará una “primavera de la Iglesia”, una “refundación de la milenaria institución”. Dicen que esta es la hora de Ignacio de Loyola y los suyos, los Jesuitas, siempre tan adelantados e intelectuales que van a Dios rogando y con el mazo dando.

Lo cierto es que la tarea para salvar a la Iglesia es tremenda. Primero habrá que barrer la inmundicia, apartar a los pecadores de sotana y anillados, abrir las ventanas, respetar el progreso y las opciones de quienes deseen amar, casarse o no, creer o no creer y vivir con quien se quiera. Sobre todo, mirar de frentón las abrumadoras realidades científicas y tecnológicas que siguen liberando a nuestra arrogante especie. Ya lo dijo el célebre Sigmund Freud; “La relación entre civilización y religión debe sufrir una revisión fundamental”.

Sobremanera, la nueva Iglesia, si la hubiere, tendría que revisar el celibato de sus miembros, algo tan antinatural. Y respetar a las mujeres poniendo máximo oído a sus anhelos más profundos, comenzando por su derecho al sacerdocio. Tarea gigantesca y revolucionaria. Una tarea como dulce de leche (manjar blanco llamamos los chilenos) y mate amargo y, claro, Che Papa en el turbión.

Si no cuajan soluciones el derrumbe irá a mayores. Como escribió ché Cadícamo en el tango, “afuera es noche y llueve tanto…”

Aún salvaguardando dogmas y votos de obediencia, pobreza y castidad, el Papa Francisco podría enderezar la institución que se bambolea (según al profeta Jeremías 7-11) “hurtando, matando, adulterando, jurando en falso” convertida en “una cueva de ladrones”.

Oscar “El Monstruo” Vega

Periodista, escritor, corresponsal, reportero, editor, director e incluso repartidor de periódicos.

Se inició en El Sur y La Discusión, para continuar en La Nación, Fortin Mapocho, La Época, Ercilla y Cauce.

Actualmente reside en Portugal.