La decisión del gobierno de recurrir al veto presidencial para decidir el monto del salario mínimo válido para el año 2011 constituye un acto muy significativo para entender las masivas movilizaciones que estamos viviendo desde un par de meses a esta parte.

Además, nos entrega una explicación concreta de los últimos resultados de las encuestas CERC y Adimark, la cual releva la altísima desconfianza de los ciudadanos en los políticos.

Como ya varios estudios e iniciativas surgidas en estas semanas han destacado, el miserable aumento de $10.000, que eleva de $172.000 a $182.000 es vergonzoso.

Esto ya que no echa mano a las tremendas desigualdades en la distribución de la riqueza que afecta a nuestro país, y tampoco responde al espíritu originario de la ley que instituyó el salario mínimo en 1937, que era garantizar “el (monto) necesario para satisfacer las necesidades indispensables para la vida del empleado, alimentación, vestuario y habitación; y también las que requiera su integral subsistencia”.

El mayor elemento de escándalo en todo eso es: ¿Quién decide sobre el salario mínimo? Es evidente que hasta ahora ha primado una discusión tecnocrática, encerrada entre cuatro paredes y absolutamente alérgica a poner en marcha un verdadero proceso democrático de debate y participación en este país.

¿Qué espacio tuvieron los trabajadores para hacer pesar de verdad sus exigencias? ¿Han sido suficientes las conversaciones informales entre gobierno y CUT? ¿Se puede pensar en un proceso de negociación mucho más contundente?

En definitiva, el veto presidencial nos dice algo muy dramático sobre el actual estado y calidad de nuestra democracia, y se conecta directamente con las grandes movilizaciones que la sociedad chilena ha vivido en estos últimos meses, partiendo por Hidroaysén y llegando a las más de 500.000 personas que en todo Chile se han movilizado el 30 de junio junto a los estudiantes, para una reforma profunda de nuestra educación.

Tuvo razón Camila Vallejo cuando, al comentar la marcha, dijo que este movimiento se está extendido a lo largo de toda la sociedad y que ya es un movimiento ciudadano que reivindica la “democratización de las instituciones”.

Al mirar las cientos de miles de personas que marchaban por la Alameda, de hecho, se veían estudiantes secundarios, universitarios, apoderados, profesores, trabajadores de las universidades y mucho más… trabajadores jóvenes y precarios, profesionales, trabajadores de supermercados y comercio, de la minería, trabajadoras de casa particular, jubilados…

Vivimos una época en la cual los procesos económicos deciden todo. Las políticas de sello neoliberal que desde hace 40 años gobiernan este país han impuesto la idea de que el mercado, sus mecanismos y sus necesidades primen por sobre cualquier otra cosa.

Educación, trabajo, medioambiente, salud, vivienda son actualmente mercancías sujetas a los inescrutables movimientos de los grandes capitales en el mercado financiero y a los intereses privados de sus pocos dueños.

Trabajadores, estudiantes, ciudadanos no tienen derecho de palabra, y sus necesidades “deben necesariamente” adecuarse a la voluntad de esos mecanismos. Lógicas invisibles deciden por nosotros… ¿será inevitable para siempre?

Lo que está pasando en Chile y en muchas otras partes del mundo, como España, Grecia, Italia, Islandia, nos dice que no. Las personas que se están movilizando buscan encontrar formas innovadoras de hacer política, en las cuales los intereses concretos puedan tener verdadera cabida al momento de tomar las decisiones.

Así pasó en Italia, cuando el 12 y 13 de junio, utilizando la herramienta del “referéndum” (plebiscito), el 57% de los italianos fue a votar para rechazar de forma masiva (95%) la privatización del agua prevista por el gobierno de Berlusconi. Así pasó en Islandia, donde los ciudadanos han rechazado la aplicación de las recetas del FMI por parte del gobierno y están actualmente reescribiendo la Constitución política de forma más participativa.

Así está pasando en Chile. Si vamos a las asambleas de las universidades y de los colegios en toma podemos asistir a verdaderas “escuelas de democracia”, en las cuales -entre conflictos, divergencias y dificultades- los estudiantes ponen en cuestión la manera tradicional de tomar las decisiones y tratan de elaborar nuevos canales y nuevos mecanismos, más participativos y representativos.

Lo mismo pasa entre los trabajadores y los sindicatos que se están movilizando sobre el salario mínimo: ellos no se reconocen en las propuestas entregadas por el gobierno ni por los tradicionales canales sindicales, y buscan visibilizar y representar otros criterios y otras exigencias al momento de decidir de cuáles serán las condiciones de vida del más de 1 millón de trabajadores que recibirá ese sueldo.

El veto presidencial por el salario mínimo nos impone tomar en seria consideración el problema de la distribución del poder en nuestra sociedad y de la burbuja en la cual viven los parlamentarios que deciden en nuestro nombre.

Si por un lado hay trabajadores que hablan de sueldo ético y vida digna, por el otro hay políticos y técnicos que ofrecen y pelean por $1.500 ó $2.000 más; si por un lado hay estudiantes que reivindican el derecho a educación pública y de calidad, por el otro hay gente que habla de “GANE” y “FE”…

“Qué tiempos estos en los que hay que luchar por lo evidente” dijeron una vez: los tiempos actuales necesitan luchar por una forma distinta de hacer política, y para esa tarea es necesario que estudiantes y trabajadores profundicen sus vínculos y empiecen, ojalá desde el paro del 14 de julio, una acción común.

Patrizio Tonelli es investigador de la Fundación SOL | @lafundacionsol