Imagen: Nelson Campos (CC)

Imagen: Nelson Campos (CC)

Me costó dar con la dirección porque como siempre, estaba escondida en uno de los tantos recovecos que tiene este puerto, entre quebradas, cerros y calles llenas de barro, que se iba secando con el tenue calor que brinda el sol de invierno y que cubre las enmarañadas escaleras porteñas.

Despues de mucho recorrer di con el lugar y me contacté con los vecinos que habían llamado a La Radio, preocupados por la situacion del anciano. 14 Perros tiene el abuelo. Vive en una ruquita de madera de 3×3, una casucha que pareciera literalmente estar agarrada a la ladera del cerro para no caerse, quizá como el mismo viejito se aferra a la vida y a sus perros.

Los vecinos temen por su vida, por su salud, y por su fin. En realidad, derechamente temen que termine como alimento de sus perros, aunque también temen por los gatos del barrio, porque -dicen- ya van como 6 felinos que terminaron en las fauces de esta verdadera jauría.

Fue músico, un guitarrista de la bohemia porteña, ahora ya afectado por una odiosa carraspera producto del asma, tanto que a duras penas le podia entender. Ni las manos, ni la vista, ni la voz le acompañan para seguir en el oficio.

No tenía luz, menos agua potable. Ni hablar de un baño. Tiene una pensión miserable de 60 mil y tantos pesos pero, aún así, tras todas esas pellejerías hay un corazón enorme. Ese corazón que sólo se encuentra en los que menos tienen.

No se quiere ir a un hogar porque nadie la va a cuidar a sus perritos. Tose y escupe una flema verdosa y me las muestra y me dice que no es resfriado: son pedazos de pulmón, según él. Lo poco que gana se lo gasta en la micro para bajar una vez al día, en realidad al mediodía, a un comedor abierto, y el resto lo gasta en comida para sus perros, su unica compañía después que su hermano Juan muriera hace unos años, en las mismas condiciones en que ahora él está.

¿Qué motiva a un ser humano a entregarse de tal forma a un grupo de seres que -bueno- lo único que hacen es cuidarlo, darle calor en estas frías noches de invierno, secarlo con sus alientos de perro, protegerlo de los extraños, acompañarlo? Es eso por lo que nosotros estamos junto a nuestros seres queridos, y es esas mismas cosas lo que agradecemos.

Quizá la única diferencia es que entre humanos somos racionales. Nos hablamos y entendemos y en este caso… no lo sé. Después de haber conocido su historia, es probable que él también hable con sus animales, en un idioma que sólo ellos entienden. El idioma de la compañía mutua.

David se llama, paradójicamente. Y lo digo porque al ir subiendo los peldaños de barro en esa escalera que los mismos vecinos ayudaron a construir, y mirando la inmensidad del Pacífico desde la altura del cerro Cordillera, me dio la sensación de que este David estaba luchando no contra uno, sino contra varios Goliats, el gigante filisteo de la pobreza, el de la miseria, el de la soledad, tal como el Quijote peleaba con sus molinos.

Lo triste es que a diferencia del David bíblico, éste no tiene esperanzas de derrotar a sus propios gigantes. ¿Será que ya los derrotó? No. Porque finalmente los Goliats derrotaron a David. Los perros obedecieron su instinto de superviviencia. Por fortuna, los vecinos se dieron cuenta a tiempo.

David se fue pero pareciera que sus Goliats no, porque siguen deambulando por los cerros de Valparaíso. Y es que despues de haberlos conocido a ambos, no sé si me duele mas el olor a perro mojado que me quedo impregnado en las botas y en las narices… o el olor a soledad.