Nunca sabré su nombre verdadero; no importa. Dejó su huella en mi mar la otra noche, un rato antes del alba, cuando partió el primer bus a la ciudad. Como tantas veces en otro tiempo, en otro espacio, fui al borde de la costa en busca de certezas; en vez de luz hallé a Beatriz, con sus lagunas, con su voz arenosa aguijoneándome a preguntas.

En realidad ella me encontró. Yo estaba de espaldas a la tierra, con la mirada perdida, dibujando la curva al horizonte.

Su voz me pidió un cigarro. Rebusqué en los bolsillos y hallé la desaliñada cajetilla áurea. “¿Y esos de dónde son? ¿Bolivia?”, se aventuró. Sólo cuando hablé me delató el acento. Por su reacción comprendí, al instante, que éramos dos balas sobre un campo de guerra, que algo iba a ocurrir; ¿pero qué?, ¿pero qué y cómo?.

Beatriz amaba la utopía. La vislumbró en la épica nostálgica, entre el humo alucinante del tabaco y la música de Silvio.

En la niñez había escuchado a sus padres. En la adolescencia leyó libros históricos. Ahora tachaba disonancias. Beatriz formuló su imagen a partir del relato, pero obvió un detalle en el boceto: la realidad se narra, desde Hemingway, como un iceberg. “Pensé que serías mulato”, alcanzó a decir antes de encender el H.Uppman de oscura picadura. Luego me acarició el rostro, como a un mármol. Le incomodó no hallar barba.

Soy lampiño, bromeé.
Al menos bailas, eso basta.
Boleros. Sólo boleros.
¿Y salsa?
No aprendí.
Pero tú, ¿de qué Cuba vienes?
De los espacios en blanco que te faltan, del borde externo a la postal.
Los pensé diferentes, a ustedes. Más alegres…
Algunos lo son. Otros lo fingen. Nos place ese estereotipo, aunque en silencio, cuando nadie nos ve, lloremos lágrimas negras.
No lo sabía.
No te culpo.
¿A quién culpas?
A Martí, que nos definió en la nostalgia. A Lezama Lima, autor de “Paradiso”, que nos describió como una “fiesta innombrable”. A Rita Montaner y Celia Cruz, por su maní y el azúcar. Al marketing turístico, que nos empaquetó en la “santísima trinidad” de la mulata, el ron y el habano. Pero a Lezama se le opuso Virgilio, con “la maldita circunstancia del agua por todas partes”; y la otra cara de la Cruz fue Lecuona, con los suaves acordes de su piano.
¿Cuál es, entonces, la Cuba real? ¿La de Lezama o la de Virgilio? ¿La de Lecuona o la de Celia Cruz?
Ninguna. Ambas son individualidades.
¿Y qué es la colectividad, sino la suma?, rebatió, cartesiana, Beatriz.
Es, más bien, la interacción. La realidad es el abismo entre una Cuba y otra. Mejor, las miradas a ese abismo.
¿Y cuál es tu íntima mirada?
Ninguna. Ambas. En verano, la de Virgilio, Lecuona. En invierno, la de Lezama y Celia Cruz.

Beatriz parecía confundida, rasgada. La playa, a esa hora, era polvo de diamante. El tiempo junto a ella se iba como arena. Le descubrí una cruz en la espalda, tatuada donde no se ve.

Llegó, al fin, la bifurcación de nuestros rumbos. La vi alejarse, hacia al bus, como una escena ya vivida. Yo me quedé en el contén, diciendo adiós, con la mano sostenida en el aire, cada vez más náufrago, más hundido en el abismo relatado a Beatriz. Sin saberlo, ya hilvanaba las frases para narrar su encuentro.

René Camilo García
Periodista Cubano
Alumno de doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Concepción.

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