“Cada plantel histórico de fútbol y no otros escriben en el rectángulo mágico de césped verde la historia extraordinaria del deporte rey”

Hubo un tiempo en el fútbol chileno en que el espectáculo estaba en la cancha, si en ese sagrado rectángulo verde visto desde las alturas de las humildes galerías de un estadio de provincia, ese tiempo en que la familia asistía a alentar al equipo de su ciudad si mas condiciones que la de representar los colores de una ciudad en ebullición deportiva.

Aquí en Antofagasta bajo una lluvia alegre de “mercurio” picado” salían de los camarines rumbo a la cancha los “pumitas del A.P.” y todos recibíamos a nuestros ídolos de pie con cantos y gritos de júbilo de la mano de nuestros padres, tíos y abuelos que alentaban incondicionalmente al mítico equipo del Antofagasta Portuario que puso en la década de los sesenta a la ciudad en la ruta grande del fútbol nacional. Al comenzar el encuentro todos sentados, la vista en la cancha y el oído en esas grandes y plateadas radios a pila con estuches de cuero café escuchando las proezas lingüísticas del relator que se esmeraba en reproducir la emoción que se veía en este mágico prado de yerba seca.

El sol en el norte se ensañaba con el respetable y solo una débil visera de papel albiceleste nos protegía valientemente de los rayos del astro rey que cada tarde de plácido domingo provinciano se asomaba a mirar los partidos en la perla del norte.

Cuando venían los grandes equipos de la capital la fiesta era completa y por 90 minutos mi noble abuelo disfrutaría del albo de la camiseta de su Colo Colo querido que con sus once jugadores talentosos que llenaban de poesía en movimiento y goles memorables los pastos secos de un estadio del desierto hacían feliz a sus verdaderos hinchas.

O cuando mis primos y yo alentábamos la oncena azul de una U en eterno sufrimiento copero que colmaba de alegría y color el vetusto coliseo regional de Antofagasta. En ese estadio modesto con tablones de madera incómodos y marcadores con números de cholguán inmensos, aparecía ante nuestros ojos el tono real de los colosos del fútbol nacional cuando una televisión en colores estaba por venir y las trasmisiones en HD eran un sueño de ciencia ficción.

Cada uno de los viejos lindos que nos llevaron de la mano al estadio cuando niños nos enseñaron que el espectáculo estaba en la cancha y no en otra parte. Que los protagonistas e ídolos bendecidos por la diosa del talento del fútbol con el don de dominar el balón y recorrer veloces la cancha haciendo pases, rabonas y cachañas eran los futbolistas, que a ellos había que admirarlos, felicitarlos y de vez en cuando, claro está, pifiarlos cuando su desempeño no era el adecuado o marcaban un gol a nuestro equipo.

Entonces cada niño de esa época sintió como una obligación alegre coleccionar las láminas de sus astros del balompié cuando los álbumes futbolísticos de los equipos profesionales aparecían y nosotros jugábamos e intercambiábamos sus fotografías en los patios de una escuela luminosa y feliz.

Pero que nos ha paso en el camino, como recorrimos un senda todos sin ver a dónde nos conducía, cuando nos volvimos tan agresivos que perdimos la capacidad de entender que el fútbol era una lucha deportiva leal, de virtudes, estrategias y coraje entre los equipos de tus amores y no una pendencia callejera con tufo de riña canera que se debía pelear mas en las galería que lidiar con honor en el campo deportivo. En qué momento se tomaron las galerías los delincuentes profesionales del fútbol que algunos llama líderes de las barra impidiendo que la familia fuera al estadio.

Ellos no solo se adueñaron del espectáculo del fin de semana y de los titulares de diario, radio y televisión cada fin de semana, sino que adelantaron nuestras llegadas al recinto deportivo y apresuraron todas las salida del lugar del hincha común para no ser agredidos ni asaltados, nos prohibieron con sus ataques vestir con tranquilidad la camiseta del club de nuestros amores y el temor por nuestros niños y mujeres fue entonces la gran compañía que camino de la mano de un público pacifico e indefenso que una vez pobló los estadios de Chile.

Tal vez sin pensarlo todos nosotros dejamos el espacio y creamos las condiciones ideológicas ideales al quitarle atribuciones fiscalizadoras a Carabineros o tratamos de imitar a las barras de los clubes atlánticos, pensando que así llegarían los triunfos a Chile.

Entonces fue así como cada uno de los integrantes de las barras bravas se sintió parte fundamental de un partido de fútbol y consideraban que el triunfo de su equipo se debía a sus gritos, bombos, lienzos y cantos de aliento. Ahora ellos eran los gloriosos no los jugadores y menos el cuerpo técnico del equipo al que alentaban, para ellos sus proezas eran más notable pues se enfrentaban con los integrantes de las otras barras bravas en una lucha de vida y muerte en las gradas de un estadio o en las calles de América. Los jugadores solo lo hacían por los puntos en una tabla de posiciones y recibían además un sueldo, ellos por la vida.

Cada año que paso adquirieron su propia cultura, sus propios códigos carcelarios, sus propias escuelitas del macheteo, sus propias formas de financiar esta nueva profesión de barrista profesional que ellos mismos habían inventado y que dirigentes y jugadores ahora eran rehenes de lo que ellos habían ayudado a crear y hoy debían solventar anónima y calladamente.

Más temprano que tarde las nuevas administraciones accionarias de los llamados clubes grandes de Chile entendieron que junto con el plantel de honor y las divisiones inferiores y semilleros de jugadores también existía en el inventario del club esta especie de nueva “ guardia pretoriana rasca” a la cual debían tener siempre contenta. Ellos habían intimidado al personal y sobrepasado largamente a los dirigentes estando ya a la altura de los protagonistas máximos del fútbol, los jugadores, pues sus declaraciones eran escuchadas por todos y temidas por muchos.

Ahora escribo desde el sentimiento de quienes amamos el fútbol, de quienes nos hemos vestimos de corto desde pequeños hasta ahora que somos viejos felices corriendo cada fin de semana tras una pelota siempre tratando de imitar a nuestros ídolos de siempre. Nosotros los miles de jugadores que cimentamos la base de esta pirámide que sostiene en la cima a los elegidos, si nosotros que respetamos la trayectoria de cada futbolista profesional y cada fin de semana vamos al estadio en familia, nosotros que le contamos historias de fútbol a nuestros hijos y nietos, los que financiamos anónimamente al deporte rey cada fin de semana, hoy pedimos que se devuelva el deporte de nuestros amores a la familia y solo sean noticia los jugadores.

Ricardo Rabanal Bustos
Profesor
Antofagasta – Chile