Desde su arribo al poder en 2009, el presidente Barack Obama dio la orden de cerrar la prisión de Guantánamo y se concedió un año para hacerlo. Pero esa promesa se transformó en una lección de humildad para un presidente que jamás estuvo en condiciones de llevarla a cabo.

Las infructuosas tentativas de cerrar la prisión militar reflejan además lo intrincada y a menudo inamovible política de seguridad que Obama heredó de su predecesor republicano George W. Bush, quien la instauró en el país tras los ataques del 11 de septiembre.

Fue en las primeras horas de su presidencia iniciada el 20 de enero de 2009 que Obama ordenó cerrar una prisión a la que consideraba una mancha para la imagen de Estados Unidos, contraria a sus valores tradicionales y como “una herramienta de reclutamiento” para Al Qaida.

Unos meses más tarde, el presidente insistía: “no hay respuestas fáciles o ideales. Pero la mala respuesta sería hacer de cuenta que este problema desaparecerá si mantenemos el status quo (…) Me niego a arrastrar este problema. Nuestros intereses de seguridad no lo permiten. Nuestros tribunales no lo aceptarán. Y nuestra conciencia tampoco”.

Pero Guantánamo demostró rápidamente a Obama cuáles eran los límites de su poder, mientras que el Congreso se mostraba reacio a cerrar el lugar de detención.

“Obama cometió un grueso error de cálculo político”, estimó Julian Zelizer, profesor de historia en la universidad Princeton, para quien un “revés político” de los legisladores, incluyendo a sus aliados demócratas, forzó al presidente a revisar sus ambiciones a la baja.

Los legisladores rehusaron toda transferencia de detenidos de Guantánamo a sus circunscripciones, tanto para juzgarlos ante tribunales civiles como para mantenerlos en prisión. En cada votación del presupuesto de la defensa, como sucedió en diciembre pasado, el Congreso rechazó financiar esas transferencias.

Y ante la cólera de los congresistas y de la población de Nueva York, el gobierno renunció a juzgar ante tribunales civiles de esa ciudad a Khaled Cheik Mohammed, el presunto cerebro de los ataques del 11 de septiembre, cuyo proceso y el de sus co-acusados tendrá lugar finalmente ante magistrados militares en Guantánamo.

“Guantánamo permanece como un poderoso símbolo de injusticia y una mancha para la reputación de Estados Unidos”, afirmó Elisa Massimino, presidente de la ONG Human Rights First.

“Las pasadas violaciones a la Convención de Ginebra en Guantánamo quedaron marcadas en todo el mundo como el símbolo de una gran nación que deja de lado a sus leyes y sus valores por su conveniencia”, denunció Massimino.

Si Obama persiste en su objetivo de cerrar Guantánamo, diez años después de su apertura, no tiene el poder de hacerlo unilateralmente, más aún en un año electoral que acaba de comenzar y que no es propicio para tratar un tema tan polémico.

La longevidad de Guantánamo demuestra así la persistencia del aparato creado tras los atentados de 2001 por el equipo de Bush, del cual la prisión no es más que una de sus manifestaciones, con el secuestro de sospechosos de terrorismo y el recurso a las escuchas telefónicas.

“Esta es una herencia que va a durar mucho tiempo, más allá de su presidencia, más allá de la de su sucesor”, advirtió Zelizer.

Pero Obama también continuó recurriendo a ciertos aspectos de esa poderosa política, en particular con el uso sin precedentes de los drones (aviones no tripulados) de la CIA contra militantes en Pakistán o en Yemen, con bombardeos cuya legalidad está puesta en duda.

Aunque Obama sea reelegido o que un republicano conquiste la Casa Blanca, la cuestión de Guantánamo permanecerá en suspenso: el favorito del campo conservador para enfrentar al presidente saliente dentro de 10 meses, Mitt Romney, defiende vigorosamente el mantenimiento de esa prisión militar.

“Guantánamo es un tema político tóxico, pero eso muestra la necesidad de un liderazgo que venga desde arriba”, estimó Massimino. “No se obtiene un espacio político sin liderazgo y sin combatir”, añadió.