A propósito de los cincuenta años transcurridos desde el golpe de estado, ha reverdecido el tema de la memoria. Después de tanto tiempo, el 11 de septiembre de 1973 sigue levantando discordia y discrepancias.

Hay quienes siempre han estimado necesario recordar la fecha, por trágica e infausta. Pero, en este aniversario de 2023, también ha habido quienes, aun condenando el golpe, hubiesen preferido pasarla por alto.

Entonces, cabe la pregunta: ¿Qué es la memoria?

Básicamente, y en los términos de un lego no iniciado en las profundidades de la psicología o la neurociencia, la memoria es un registro. Es decir, un conjunto de “anotaciones” o “inscripciones” grabadas en un espacio de nuestra mente, donde quedan almacenadas. A cada “anotación” o “inscripción” la llamamos recuerdo.
Este registro (o la memoria) tiene, a lo menos, tres niveles de sentido.

Un primer nivel de sentido es el de los recuerdos que nos constituyen como somos y que, en buena medida, nos explican. Se trata de las personas (dignas o viles), los momentos (agradables o desoladores), los hechos (gratos o graves) y las vivencias o experiencias (buenas o malas), que quedaron “anotadas” o “inscritas” en nuestra mente y que nos conforman, que nos han dado forma, en el trascurso de la vida.

Cuando las personas son dignas, los momentos agradables, los hechos gratos y las vivencias buenas, el sentido de la memoria en este nivel se materializa en el álbum fotográfico que guardamos con afecto en nuestras casas.

En cambio, las “anotaciones” grabadas en nuestra mente por las personas viles, los momentos desoladores, los hechos graves y las experiencias malas pueden permanecer en la mente, pero no los hacemos manifiestos, obviamente, en un álbum fotográfico.

Un segundo nivel de sentido es el de la memoria como acto de renovación de algún fundamento, de una creencia, de un compromiso. Esto es parte permanente de la existencia humana y, asimismo, de la convivencia humana. Es decir, es propio de la vida individual y de la vida social.

En los núcleos privados y comunitarios, en la sociedad, en general, hay todo tipo de ritos de rememoración. La vida privada y la vida social están llenas de estos actos de memoria. Es el sustrato de la celebración de los cumpleaños. Es lo que funda las efemérides históricas o, igualmente, la agenda de los 50 años del golpe de estado. Es lo que practican los cristianos, particularmente de tradición católica, en la Eucaristía: “Hagan esto en conmemoración mía”.

Y un tercer nivel de sentido es el de la memoria como fuente de conocimiento. Los recuerdos como forma de conocer el pasado y, por lo tanto, de aprender. Cuando, por medio de la extensión de este conocimiento, somos capaces de transformar la memoria de la aflicción que habita en muchas personas en una verdad incuestionable asumida por la gran mayoría (o por todos).

La memoria como conocimiento nos debe llevar a saber cómo hacer ese ejercicio transformador, en tanto sociedad. En esto se ha avanzado, quizás de manera lenta e incompleta, pero cierta: la existencia de personas detenidas y hechas desaparecer por agentes del estado es un hecho probado (por las “comisiones de verdad”) e incluso reconocido y aceptado por las propias Fuerzas Armadas y de Orden (en la Mesa de Diálogo). O el cruel asesinato de Víctor Jara, recientemente ratificado como tal delito incuestionable, por la Corte de Apelaciones de Santiago.

Ese ejercicio de conocimiento, para transformar la memoria de la aflicción que cargan muchos en verdades irrefutables del conjunto de la sociedad, exige responsabilidad y altura de miras.

La obligación de los demócratas es, precisamente, contribuir a generar las condiciones para que la sociedad avance hacia un consenso que cimente la convivencia democrática, respetuosa de todos y de cada uno, que es el fin de la democracia. Solo sobre este consenso será posible evitar que se repitan los actos pasados que pueblan el registro del dolor en Chile.

Nunca más ha de aceptarse que algunos orienten los recursos del Estado al intento de distorsionar, perturbar, negar o eliminar los sentidos de la memoria, ni de la privada o particular (por ejemplo, con la afirmación de que los desaparecidos son un invento), ni de la colectiva (por ejemplo, con la destrucción de lugares donde se violaron los derechos humanos de los prisioneros).

Porque los sentidos de la memoria no son mera práctica íntima o individual, sino una práctica nacional.

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