Hace un tiempo atrás, durante la celebración del Día de los Patrimonios, se nos invitaba a todos los habitantes del país a rescatar experiencias y vivencias de nuestro pasado para la construcción de la memoria colectiva, a través del lema “Recuerdos para el futuro”, que guiaba esta conmemoración. De este modo, se buscaba fortalecer la conciencia nacional respecto a la vulnerabilidad de nuestro patrimonio, llamando a toda la sociedad a asumir la responsabilidad respecto de su protección.

En las últimas horas y semanas, todas y todos hemos sido testigos de cómo el patrimonio más preciado del país está en serio riesgo: sus personas-ciudadanos, cuya dignidad es intrínseca, quienes deben convivir cotidianamente con las sombras de la violencia y la muerte. Ya sea porque no pueden acceder a su derecho a una atención de salud oportuna, o porque asesinos sin nombre les arrebatan sus vidas y dejan sus cuerpos botados en la vía pública, mostrando un desprecio absoluto por la condición humana.

Muchos hablan de la muerte y la violencia privilegiando las cifras. Se discute sobre si los índices de delitos de mayor connotación social han aumentado bruscamente en el último tiempo o, más bien, su alza responde a una tendencia acumulativa de largo plazo. Según estimaciones del gobierno, en 2022 Chile registró una tasa de homicidios de 4,6 por cada cien mil habitantes, la mayor desde hace 10 años, aunque significativamente más baja que la de la mayoría de los países de América Latina.

Pero, más allá de los fríos números, lo más importante son los alcances culturales del fenómeno. Esta dimensión tiene que ver con cómo el culto a la violencia se toma las principales instancias de la vida social -plazas, parques, calles y también redes sociales-, legitimándose como una forma válida de interacción con los otros.

Históricamente, la muerte se ha representado de diversas maneras en el espacio público, y los rituales fúnebres se han asumido como parte fundamental de la concepción social del ser humano en los territorios. Las imágenes de los “angelitos”, por ejemplo, son componentes tradicionales del imaginario popular, correspondiendo a niños/as que fallecían antes de ser bautizados y que eran así llamados por su condición de “inocentes”, lo cual les garantizaba un acceso inmediato al “cielo”. Por otra parte, desde antaño las animitas siempre han poblado las calles y carreteras de Chile. La famosa animita de Romualdito incluso se ha convertido en un polo de atracción turística de Estación Central.

Sin embargo, lo que constituye una clara señal de los tiempos actuales es la ostentación obscena de la violencia y el crimen que caracteriza a los llamados “narco-mausoleos”. Imágenes de armas de fuego y lujosos objetos adquiridos por medio de la actividad delictiva -como joyas, carteras de marca, exclusivos perfumes- adornan estos recintos. Representan el culto impúdico de la violencia como forma de vida, algo distinto del significado popular que tienen animitas tradicionales en memoria de delincuentes, como Emile Dubois, fusilado por varios crímenes en el Valparaíso de comienzos del siglo XX, imputación frente a la que siempre se declaró inocente, quien es venerado como el patrón de los sentenciados injustamente por delitos que no cometieron.

Como vemos, nuestro Chile, que hasta hace poco parecía la nación más segura de Latinoamérica, enfrenta a sus ciudadanos y ciudadanas a una profunda desigualdad social y cultural, acompañada de violencia simbólica y estructural, a veces directa y otras veces silenciosa.

En ese escenario, la desafección pública ante el impacto de la muerte ha escalado. Muchos solemos opinar del acontecer nacional desde nuestros propios espacios de comodidad, ya sea como intelectuales, profesionales o empresarios, pero sin involucrarnos mayormente en los procesos que permitirían activar los cambios. Es hora de que todos nos comprometamos en resguardar el más valioso patrimonio del país: la vida, integridad y dignidad de sus habitantes.

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