El Siglo XXI desafía a las universidades a transformarse. De instituciones enclaustradas en una formación académica clásica y de generación de conocimiento desde un saber científico hacia uno de carácter popular, se les exige de manera creciente a ser abiertas, integradoras, transparentes, pensar sistémicamente y vincularse a los territorios en los que están insertas. En la práctica esto implica también re-pensar el proceso de formación estudiantil, en la idea de “vivir la universitaria” como un espacio experiencial único orientado a canalizar las válidas utopías de cambiar el mundo con las que muchas personas llegan a la universidad.

Y aunque pueda resultar algo contraintuitivo, las múltiples respuestas para abordar estos desafíos no las encontramos necesariamente en iniciativas surgidas durante este siglo. Perfectamente podemos mirar experiencias históricas, las que con algún grado de adaptación pueden ayudar a las universidades a continuar con su labor de formar personas para la vida.

Una de estas respuestas es lo que se conoce como la Tuna, cuyo origen se remonta al Siglo XII. En ese tiempo, un rey tuvo la idea de ayudar a jóvenes de escasos recursos para que estudien en la universidad. Sin embargo, estos nuevos estudiantes, al no tener cómo mantenerse, debieron utilizar la música, el arte, la poesía, en fin, la trova en general, para conseguir algunos recursos y de esa manera poder costear su estadía en las urbes donde funcionaban las casas de estudios del medioevo.

Después de 9 siglos, hoy vemos en diferentes ciudades de países latinoamericanos (México, Colombia, Perú o Chile), que esta tradición es mantenida por jóvenes universitarios. Los vemos promover de manera orgullosa el nombre de sus universidades y/o facultades, logrando con ello generar una identificación con sus casas de estudio. De la misma manera, hoy muchas tunas también contribuyen a poner en valor la música de cantautores locales.

Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, con cierta propiedad puedo aseverar que la tuna lejos está de ser meras agrupaciones musicales. En rigor, la música sirve como una buena excusa para formar personas con capacidad de resolver problemas, de gestionar organizaciones. Sin embargo, quizás lo más importante, para formar hermandades, o si se quiere, lazos de amistad que perdura(rá)n para toda la vida. Al ser grupos que se forman durante esta experiencia única gestada al alero de las universidades, son espacios de apoyo o contención emocional para sus propios integrantes. Insisto: tanto en la época universitaria misma, como para el resto de la vida. Y es que esa experiencia universitaria marcará de forma permanente la identidad de sus integrantes.

Ejemplo claro de lo anterior es la Tuna de Ciencias Sociales de la Universidad de Concepción, fundada el 2002 por estudiantes de Trabajo Social de la casa de estudios. Y que a la fecha cuenta con 16 integrantes de distintas carreras, quienes después de 20 años aún sirven como un apoyo social y emocional para jóvenes que ingresan a la universidad y buscan una forma distinta de vivir sus años como estudiantes, siendo acompañados por un grupo humano que acoge sus ideales de manera fraterna.

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