Algunos círculos políticos y algunos constituyentes han difundido que un eventual Rechazo en el plebiscito de salida del 4 de septiembre próximo, sería grave e incluso gravísimo para Chile. El término resaltado se refiere a primera vista a una línea roja que sería fatal atravesar. Así, p.e., se dice de una persona enferma que su estado es “grave”, o peor “gravísimo” si se acerca peligrosamente a la línea que separa la vida de la muerte. Luego un acontecimiento natural o social sería grave si amenaza con aniquilar o destruir una determinada situación o entidad. En tal caso quedaríamos a merced del máximo riesgo con mínimo control. Decir eso respecto del próximo plebiscito de salida, es intimidatorio e implica una manipulación abusiva del elector que se pudiera sentir violentado y amedrentado por tal estilo de declaración.

Si se analiza con serena racionalidad esa tesis, se verá claramente que se trata de una afirmación sumamente audaz y exagerada que carece de todo fundamento y correcta argumentación. Vale tanto como afirmar lo contrario, esto es, que sería grave o gravísimo que gane el “Apruebo”, es decir, pura banalidad. Adelantemos desde ya que un eventual Rechazo no sería en absoluto grave para la integridad política del país, puesto que no pondría en riesgo ni la democracia, ni el Estado de Derecho, ni los derechos fundamentales, ni las expectativas de crecimiento económico, ni la estructura institucional de la nación. Y eso por mucho que se invoquen posibles estallidos sociales o de cualquier otro tipo, como ya se ha hecho.

Al respecto, cabe preguntarse cuál sería la motivación que energiza semejante afirmación. Descartando los incentivos originados sencillamente en la mala práctica del ejercicio político, es digna de atención la idea de que con tal resultado se perdería irremediablemente una oportunidad única para lograr el anhelo de la ciudadanía de tener por fin una nueva constitución. Pasarían tal vez años y hasta una entera generación –se ha dicho- para revivir el tema después de este supuesto carpetazo que daría “equivocadamente” el pueblo al ansiado proyecto constitucional.

Esta argumentación es enteramente refutable ya que su análisis deja claro que se trata de un temor totalmente infundado. Veamos por qué. Recordemos qué dijo realmente el pueblo de Chile en el plebiscito de entrada el 25 de octubre de 2020. La interpretación más ajustada a la realidad implica que la ciudadanía expresó su mayoritaria voluntad afirmando, primero, que aprueba (es decir “quiere”) una nueva Constitución para Chile; eso es lo que dijo de manera directa. Simultáneamente, y de modo indirecto, afirmó también que rechazaba la idea de legitimar y seguir sometido a la actual Constitución. Y como respuesta a la segunda consulta, dijo que mandataba a un cuerpo ad hoc (la Convención Constitucional) para que en su nombre y representación diese paso a un proceso de redacción de una nueva carta fundamental. También dispuso que este cuerpo deliberante debería, necesariamente, a la vuelta de un año, presentarle el resultado de su trabajo en un proyecto constitucional. No obstante se reservó el legítimo derecho (en cuanto soberano absoluto) de aprobar o rechazar ese proyecto, en un plebiscito de salida, según le pareciera (o no) conveniente y justo para Chile.

Si lo aprobare, la propia actual constitución, apropiadamente reformada en su momento, establece inequívocamente cuáles son los pasos a seguir conforme a la decisión aprobatoria de la ciudadanía; esto es, promulgar prontamente la nueva Constitución con lo cual “ipso facto” quedará derogada la actual Constitución. Empero, ¿qué ocurriría en la situación contraria, es decir, si se impusiera el Rechazo?
Aquí surge un punto que ya han esgrimido, y podrían volver a plantear con mayor fuerza, ciertos partidarios del Rechazo en orden a que la propia actual Constitución se pronuncia sobre el caso al determinar lo que debiera ocurrir. Recuérdese que el Art. 142, inciso final, de la Carta Magna reza así: “Si la cuestión planteada a la ciudadanía en el plebiscito ratificatorio fuera rechazada, continurá vigente (subrayamos) la presente Constitución”. Eso establece clara y concisamente el legislador constitucional. En tal caso solo Dios sabe por cuánto tiempo (o generaciones, como han exagerado algunos) tendrán los chilenos y chilenas que “soportar” la Constitución que, sin embargo, en el plebiscito de entrada se juramentaron cambiar. Tampoco se habla en la Constitución de un proceso permanente o en desarrollo que siga dando satisfacción a ese querer popular, o de una segunda oportunidad para que el gobierno intente nuevamente mantener viva la iniciativa destinada a crear esa nueva constitución que en su día, movió tan rotundamente la voluntad popular en el plebiscito de apertura.

Hay, pues, y al parecer, colisión de intereses políticos entre lo que el pueblo aprobó en ese plebiscito y, en caso de Rechazo, lo que establece la voluntad constitucional. ¿Cómo dirimir este conflicto? Para dirimirlo racionalmente, conforme a la filosofía y ciencia política moderna y contemporánea, hay que preguntarse en primerísimo lugar en quién reside la autoridad última y legítima para dar órdenes firmes e irrevocables a la comunidad y a las autoridades políticas de la nación; y ahí, según nuestro parecer, hay sólo una buena respuesta. Esa autoridad reside inalienablemente en el pueblo. Precisamente por ello el pueblo es dueño y señor de la soberanía (poder político originario, legítimo y máximo). Ahora bien, este poderoso señor dijo nítidamente: quiero una nueva Constitución; y, no quiere la actual Constitución. Pues bien, en caso de Rechazo, ¿decaería entonces el mandato popular y su anhelado desiderátum en orden a elaborar una nueva Constitución? No, en absoluto. Y eso a pesar que el Art. 142 establezca categóricamente que en caso de Rechazo continuará vigente la actual Constitución. Quienes se afirmen en esta opción deberían estar conscientes de que la voluntad de la Constitución en este punto, jamás puede estar por encima de la voluntad del soberano, quien precisamente por serlo goza de supremacía política frente a toda otra autoridad, unipersonal o colegiada, y aunque haya sido democráticamente elegida.

Por cierto, que es comprensible que la Constitución (que después de todo es un organismo vivo y que como tal se niega a extinguirse o morir) quiera seguir viviendo y, más todavía, perpetuarse en el ser. Más aún, bajo determinadas circunstancias extraordinarias, como serían estas, ello sería necesario y políticamente conveniente. De lo contrario Chile se encontraría en la extraña y delicadísima situación de quedarse de pronto sin Constitución, con lo cual sí que se correría el riesgo de debilitar hasta su límite el Estado de Derecho y mucho más. Claro está, pues, que bajo esta suerte de estado de necesidad, debemos aceptar y tolerar que siga en vigor la actual Constitución.

Con todo, el eventual fracaso del proyecto propuesto no puede implicar, sino que, terminada esta etapa fallida, habría que dar paso a una segunda etapa con miras a cumplir absolutamente con el mandamiento popular que quiere una nueva Constitución. Por cierto, que habría que aprender del fracaso y extraer lecciones constructivas de él. En esa especial coyuntura habría que buscar nuevas opciones y caminos democráticos, racionales y justos y, la experiencia vivida debiera servir como un valioso insumo para el nuevo proceso que debiera abrirse sin vértigo, pero también sin tardanza.

Una nueva constitución (sea como consecuencia del proceso que aún estamos viviendo o como resultado de una segunda oportunidad) debe reunir requisitos de legitimidad racional y democrática a los cuales nadie debiera sustraerse ni menos oponerse. Para aprobar una nueva constitución no debiera tan solo usarse (como algunos proponen) la regla de la democracia como si esta fuera una huincha métrica. Pobre idea es esa de la democracia, y quien así piense realmente no sería un demócrata. Los filósofos y teóricos de la democracia consideran hoy que quien gana por un voto o una mínima ventaja no está legitimado en virtud de tal regla para ignorar, sojuzgar o aplastar a su adversario derrotado. Tal sería pura tiranía ya que los ciudadanos son hombres y mujeres libres y racionales dotados y dotadas de dignidad y derechos humanos básicos, conjunto de atributos políticos y morales esenciales que autoridad civilizada alguna en la tierra puede válidamente violentar. La democracia contemporánea, a la que debiéramos seriamente propender, no solo tiene que ser representativa sino también deliberativa, toda vez que el ser humano, como dijo Aristóteles, no solo es un animal político sino, también, un animal racional que, precisamente por ello, merece la máxima consideración y respeto, bajo cualquier circunstancia y condición.

Bruce Ackerman, el pensador norteamericano que ha elaborado la teoría del “momento constitucional”, y que ha influido en las universidades chilenas (aunque ha estado pensando en el sistema estadounidense y no en repúblicas como la nuestra), concibe el cambio constitucional como un gradual proceso revolucionario sujeto a reglas. La democracia tendría una marcha dualista caracterizada por un momento de apatía cívica y momentos de profunda deliberación popular. La experiencia por todos nosotros vivida nos demuestra que efectivamente Chile atravesó por un largo período de apatía política en el que el ciudadano poco o nada se cuidó del curso de la política y de las decisiones del legislador y del ejecutivo; sin embargo, esta aparente apatía terminó por engendrar una creatura política que nació con una fuerza incontrolable, y que se manifestó con tal vehemencia que obligó a las autoridades políticas a abrirse a un cambio constitucional. Lo malo fue que este primer momento no tuvo el tiempo de madurez y reposo suficientes para crecer y abordar serenamente el importante proceso de cambio constitucional en el que se vio envuelto. Como le suele suceder al pan en la puerta del horno, se arrebató y así desencantó a una enorme cantidad de ciudadanos que vieron frustradas sus esperanzas de tener, más pronto que tarde, esa constitución representativa y plural que en su día soñó el 78.2% del electorado.

Pero no todo está perdido, ni mucho menos. Si triunfa el Rechazo se abrirá simultáneamente un espléndido horizonte de expectativas que, dada la experiencia vivida, esta vez podría conducir con mayor certeza a la consecución del sueño de la nueva constitución para Chile.

Por tanto: ¿Qué tan grave sería, pues, el Rechazo? No sería grave en absoluto. Todo lo contrario, daría ocasión a un segundo tiempo en el cual con mayor reposo, serenidad, racionalidad, pluralismo y justicia se podría construir una Carta Fundamental que represente el triunfo político de la inmensa mayoría de los chilenos. Mayoría que seguramente quiere paz, justicia social, respeto a la persona humana y a la naturaleza, crecimiento económico, pluralismo político y libertad en el amplio sentido de la palabra.

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