El año académico 2022 apenas partió y la opinión pública se sorprendió con estudiantes secundarias marchando por las calles para reclamar ante casos de acoso y abuso sucedidos en establecimientos educacionales. Pasaron un par de días y el país se enteró de riñas entre estudiantes en diversos lugares del territorio nacional. La siguiente noticia fue el apuñalamiento a un profesor que, precisamente, buscaba separar una pelea. Ahora hemos sumado amenazas anónimas a comunidades educativas enteras.

Las noticias recientes nos alertan, entonces, de la violencia sexista, de los problemas de convivencia, de los amedrentamientos que sufren liceos completos. Pero hay más. Asedio de la delincuencia a establecimientos escolares, con robos o balaceras en las puertas de escuelas; estigmatización a estudiantes de tal o cual colegio; agobio y estrés de trabajadoras y trabajadores de la educación. Las escuelas y liceos de Chile viven violencia, pero esta es más profunda y más multidimensional de lo que han alcanzado a mostrar las pantallas de televisión en las últimas semanas.

Por ello, abordar la violencia en las escuelas no puede convertirse en un espacio oportunista que llene portadas con medidas efectistas que sean solo un espectáculo pero que abandonen a las comunidades educativas en el mediano y largo plazo. Hoy vivimos una urgencia que debe ser atendida, pero las medidas urgentes del ahora deben posibilitar también el trabajo largo, profundo y más lento que permitirá una solución integral a la violencia, abordando toda su difícil complejidad.

En ese sentido, cabe hacer notar que han sido muy minoritarias las voces que han pedido medidas “a la gringa”, del tipo detector de metales en las puertas de colegios, expulsiones a mansalva o policías en las escuelas. Parece ser que hay una conciencia común de que la violencia no se soluciona con más violencia, ni con represión o solo con control policial.

Es que el desafío de la violencia nos obliga a hablar en serio y abordar las variadas facetas que contribuyen al fenómeno de la violencia. Hay cuestiones concretas y hasta domésticas, como el espacio físico donde habita el proceso educativo, que en muchas escuelas raya en la indignidad; las relaciones de poder dentro de las comunidades educativas, que muchas veces son de un muy marcado autoritarismo; o el trato entre los miembros de cada establecimiento educacional, que en no pocas ocasiones está cruzado por clasismo o discriminación.

Hay otros puntos más estructurales del sistema educativo, como el currículum que habla de victorias militares sobre los ancestros mapuche de nuestros estudiantes; la progresión académica basada en la competencia individual y el rendimiento en pruebas estandarizadas; o las divisiones en diferentes tipos de educación, que muchas veces le dicen de antemano a las y los estudiantes quienes podrán proseguir estudios superiores y quienes no.

Y también hay, por cierto, nudos centrales que competen a la sociedad entera. El machismo y la cultura de la violencia de género, que campea hasta en las calles de nuestras ciudades. La cultura del exitismo y del triunfar por sobre otros o, incluso, perjudicando a otros.

El empobrecimiento instalado en amplios sectores de la población, que hace a muchos validar referentes delictuales como “la alternativa” para disfrutar de lujos que otros gozan.

En definitiva, la violencia escolar no es un fenómeno aislado de la violencia de la sociedad ni se puede separar de ella. En las escuelas se reproduce lo que las comunidades educativas ven y viven en sus casas y en sus barrios. Nada de esto, por cierto, es una excusa ante la violencia, sino todo lo contrario: es un llamado a la urgente y apremiante necesidad de hacerse cargo de la violencia escolar y de la violencia social. Y para eso hay que hablar en serio y en profundidad. Los profesores estamos dispuestos.

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