Hoy siento la guerra cerca. La misma retórica y afectos que se activan, los millares de ucranianos que ya buscan cómo salir de la zona de conflicto y emigrar; los campamentos de refugiados que se reactivan en preparación. Y no es que esto sea algo nuevo.

Sé que hay conflictos en muchas partes y que no es cierto que haya habido paz duradera y real desde la Segunda Guerra Mundial en adelante, y tampoco tras la caída del Muro de Berlín.

Sin embargo, la escalada de la situación en Ucrania, con las tropas rusas instaladas en la frontera y con Estados Unidos y la Comunidad Europea aplicando sanciones mientras movilizan tropas también, me tiene inquieto, con una angustia creciente.

Sé que hay un juego geopolítico de fuerzas en marcha, y si ayer fue Siria, hoy puede ser Ucrania el nuevo escenario de conflictos a distancia de superpoderes que movilizan y activan otros segmentos de la economía mientras China toma palco.

Pero hay algo de la actual escalada que me activa memorias remotas infantiles y adolescentes que me generan ansiedad. Época en que crecimos intentando hacer nuestras vidas no solo sobreviviendo y enfrentando a la dictadura local, sino atravesados existencialmente por la amenaza nuclear, de que algún idiota apretara el botoncito rojo y todo se fuera al carajo.

Recuerdo mi número asignado de búnker en Estocolmo y los ejercicios de emergencia por ataques aéreos en Berlin.

Hoy siento la guerra cerca. La misma retórica y afectos que se activan, los millares de ucranianos que ya buscan cómo salir de la zona de conflicto y emigrar; los campamentos de refugiados que se reactivan en preparación. Y no es que esto sea algo nuevo.

Hace años que el Mediterráneo se convirtió en la tumba de cientos de personas que mueren ahogadas ante las fronteras cerradas de la Europa de la solidaridad y fraternidad. Y así cantidades de injusticias que han estado y están ahí actuando.

Y ahora esto, que se vuelve intercontinental, y que siento que como un susurro de bala entra en mi y me saca de mi centro desde el interior de mi cuerpo y cerebro.

Quizá me veo entre esos niños que saldrán con una mochila al hombro hacia una cultura desconocida, dejando amigos y familiares, en un periplo del que ya uno no regresa jamás del todo, porque cambia, todo cambia, también uno.

Como decía Brecht, “¡Qué tiempos estos en que hablar sobre árboles es casi un crimen porque supone callar sobre tantas alevosías!”.

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