Venir a Chile es cortar la niebla y la lluvia con los pasos, y la aridez y el calor del borde del desierto. Es sobrevivir en un arañazo de tierra temblorosa, aprisionada entre la cordillera y el océano más grande del planeta.

Lo primero, al tocar pista en el Aeropuerto Internacional Arturo Benítez Merino, es el muro de aire helado como el soplido de un dios. Uno se hunde en el abrigo, pero el frío es más habilidoso y se cuela por cada hendija de la prenda, el jeans, los zapatos. Luego, hacia el centro de Santiago, el tufillo negro del smog empolva la garganta.

El sabor metálico del agua en la estación de buses. La carretera infinita hacia el sur, la periferia de casas de cartón, la silueta de la torre Costanera cada vez más lejos, brumosa, diluida en el horizonte grisáceo de la urbe.

El ambiente martillea el ser. Lo tuerce y estira. ¿Pero qué cosa fuera, corazón, la maza sin cantera y Chile sin los chilenos? Ahí (con)viene el segundo hallazgo: los paisanos de acá, la cultura, su comportamiento. Los rasgos peculiares, curiosos, y hasta insólitos a los que un inmigrante se adapta.

“En Roma compórtate como los romanos”, afirma el refrán. Faltó agregarle: “aunque no los comprendas”. Y yo no comprendo cómo, en medio de un terremoto, los chilenos permanecen impávidos. De no ser porque la mesa tiembla seguirían tomando el té. “Tenemos experiencia”, “las construcciones aguantan”, “no te asustes”, me dicen.

El otro día conversaba con dos: “A mí me aterran. Prefiero los huracanes”, dije. La respuesta fue de un paroxismo lúdico: “¿Qué dices? Si son hasta divertidos”. El “amor” llega hasta el punto de bautizar así al trago nacional. Al comienzo lo rechacé (por mal nombre), pero tras varias jarras comprendí: el porcentaje de alcohol equivale a la escala Richter. Y sí, luego de la experiencia concuerdo. Los Terremotos pueden ser divertidos.

Francisco Castillo | Agencia Uno
Francisco Castillo | Agencia Uno

Esa es la otra: la confusión de palabras. Hay un vocablo rey del sociolecto chileno: weón. Que alguien defina, a ciencia cierta, el concepto. Al llegar traje regalos: ¡Weón, pero qué bueno!, dijeron los amigos. Pensé que era un rasgo positivo, cariñoso, como el “compadre” caribeño. En un bar traté de ser amable. Dije a un garzón al traer la cuenta: “Gracias weón”, y el tipo se ofendió y se fue. ¿Cómo la palabra puede ser positiva y negativa a la vez? ¿Será bipolar? ¿Necesita psicólogo? O mejor: un genetista, por su capacidad de mutar, de desplegarse en una infinidad de variables bajo el comodín de “weá”. Los alquimistas alucinarían con este sustantivo: puede denotar cualquier ente mineral, animal o vegetal.

Por lecturas esperaba mucho de la cocina chilena. Me frotaba las manos. Recordaba a Roberto Bolaño en una entrevista: “Prefiero la empanada a los tacos mexicanos”. Y si Bolaño, tan crítico siempre, alabó a las empanadas… Imaginaba el atracón después del trabajo, a la hora de cenar. Se me hacía la boca agua al imaginar los rellenos, el pino, la carne, los mariscos. En vez de eso me topé con el tecito y un pan famélico: La Once. Al principio pensé que era un entrante. Luego supe fue la cena entera. El tiempo me demostró su utilidad. No tanto el tiempo como los kilogramos de más. La dieta caribeña es veneno en este clima. Cara, por demás. Así que La Once, incompatible al principio, se ha convertida en una aliada.

Sobre costos y precios, al comienzo, debí pasar un curso. ¿Quién entiende el dinero chileno? Cuando me enteré que cobraría miles de pesos me vaticinaba rico. Con un poquito de ahorro sería millonario, pensaba. Verdad que Chile tocaba a las puertas del llamado “primer mundo”. El cielo me vino al piso cuando entré al mercado. En la mayoría de los países 100 pesos, 100 dólares, euros, etc., suele ser un monto responsable. Aquí no alcanza para nada. Apenas vislumbré un espejismo en la feria callejera: “A luca chiquillo”, pregonaba el vendedor. Al fin un monto razonable, pensé. Un pesito por la mercancía. Este es el chance que esperaba. Cuando me enteré que “luca” es mil por poco infarto. Pero el sobresalto fue mayor al entrar a un comercio. Pensé que los oídos me engañaban.

Volé 8 mil kilómetros al sur. Pensé que me libraría de esa maldición gitana. Alejado del epicentro, en estas gélidas tierras del fin del mundo, estaría a salvo. Hasta que el pegajoso y repulsivo estribillo me sacudió la quimera: “Pasito a pasito, suave suavecito/ Nos vamos pegando, poquito a poquito”. No podía ser.

El reggaetón, el tema que sufrí miles de veces en mi país, también colonizaba Chile. Por el gusto musical de mis padres había conocido a Inti Illimani, Violeta Parra, Víctor Jara. Recuerdo las placas de vinil en el tocadicos soviético de mi madre, las tardes calurosas de domingo. En vez de los ecos de la infancia me cruzo con Luis Fonsi, Daddy Yankee, Gente de Zona. Pero luego vino lo mejor, un arranque instantáneo de hibridación cultural. Tras varias copas, en un bar medio intrincado, los amigos rasgaron la guitarra y comenzaron a bailar: “Querida, qué bonita cinturita/ Cinturita delgada/ Como de alambre/ Cada vez que te miro/ Me muero de hambre”. Pasaron de “Felices los cuatro” a la cueca en un santiamén, como mismo del terremoto a la calma y del Terremoto al suelo.

Hans Scott | Agencia Uno
Hans Scott | Agencia Uno

Ya han pasado meses desde que llegué. He ido conociendo a los chilenos y adaptándome. La lluvia no me entristece tanto. Salgo a la calle como cualquier transeúnte, blindado al agua y la ventisca. En Roma compórtate como los romanos, y en Chile, po, como los chilenos. Al tiro he captado hartas cosas. Algunas me tincan. ¿Cachái que no es difícil?

René Camilo García
Periodista cubano
Alumno de doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Concepción.

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