Habrá que escoger entonces, casi a ciegas, por ese mal menor que aterra. Y si acaso la fuerza moral no fuera suficiente para detener este péndulo que oscila entre dos peligros inmanentes, seamos capaces más tarde —ojalá tengamos vida— de construir otro futuro, en el que prime el raciocinio.

Vivir en democracia en un país donde el nivel de vida de la gente ha aumentado notablemente en las últimas décadas y donde la desigualdad y la pobreza se han reducido ostensiblemente, no garantiza la concordia.

Lo comprobamos hace apenas unos años, cuando numerosas movilizaciones provocaron esa suerte de revoltijo que resultó ser el preludio de un gran deterioro. Las legítimas reivindicaciones juveniles abarcaron otros problemas no resueltos y se convirtieron en un catalizador de malestares profundos. Los líderes del movimiento estudiantil crearon partidos que se situaron en el extremo izquierdo de un tablero político empobrecido por el agotamiento. El llamado “estallido social” remeció al país, dejando una secuela de estropicio y una resaca cultural que aún nos atolondra.

La violencia se normalizó en las calles y en las redes sociales; aparecieron identidades antes ocultadas, se incrementaron los actos terroristas en La Araucanía, las barras bravas bajaron de la galería y un lumpen, audazmente guiado para saquear y quemar negocios, bibliotecas, iglesias y museos, se apoderó de las manifestaciones. La radicalización de los “métodos de lucha” estaba en marcha. Para algunos, el caos formaba parte de una estrategia premeditada.

No faltaron los intelectuales que resucitaron teorías para legitimar esa violencia, mientras sectores políticos estimularon o silenciaron el quilombo.

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Un marcado retroceso cultural tiró por la borda compromisos, objetó el diálogo, cuestionó instituciones y autoridades. Las reglas de comportamiento y civismo fueron pisoteadas. Echar abajo al “sistema” era cuestión de meses y la violencia sería la mejor aliada de la lucha.

El gobierno de entonces fue acusado de ser una dictadura. Había que intentar destituirlo o lanzarle bombas molotov hasta abatirlo. Iban con todo; e iban por todo.

Hacer una nueva constitución fue el compromiso para salir de la crisis. Fue también la meta de quienes llegaron al gobierno enarbolando banderas moralistas. El proyecto —multinacional, refundacional e identitario—, elaborado por una asamblea efervescente, fue rechazado masivamente en las urnas y obligó al gobierno a replegarse. Fue un golpe duro, de aquellos que noquean.

Mientras esto sucedía, sectores de la derecha radicalizaron cada vez más sus posiciones y, con la ley del talión como estandarte, se convirtieron en pregoneros de los métodos de fuerza que habían conocido y justificado en el pasado. Apareció la derecha del odio, la que esperaba su turno en la oscuridad de las mazmorras del pasado.

Los extremos cavaron trincheras y los dialogantes de ayer —derecha tradicional y socialismo democrático— se doblegaron ante la nueva realidad. Los unos se fueron plegando a la revancha venidera, y los otros poniéndose a la cola de los vencedores circunstanciales para mendigar cargos públicos, cupos y escaños. Las negociaciones para integrar el gobierno fueron como las de un esclavo ante su amo, de esas que buscan reducir el peso de las cadenas y no precisamente romperlas.

La ultra derecha se destapa

En este marco de declive, la derecha autoritaria emergente se desenmascaró sin complejos y el autoritarismo se convirtió en un objetivo de gobernanza.

Sin eufemismos ni vergüenza, reconoció como daños colaterales a la muerte y a la tortura, los presos políticos con sus dolores y silencios, los arrojados al mar o dinamitados en el desierto, el destierro y el desarraigo, los funerales de deudos ausentes; el terrorismo de Estado y las caravanas siniestras, los degüellos.

Renació aquella derecha que transformó a muchos chilenos en parias. La que impuso la censura y la delación, el miedo en las oficinas y fábricas; esa que cerró los ojos ante los robos de un dictador nauseabundo y lo defendió en comparsas chillonas en Londres, y después, mucho después, acá en Chile, ad vitam aeternam.

No es una pesadilla, tampoco es un fantasma; es la extrema derecha de desvergonzado cinismo, con adeptos dopados por el legado de botas y fusiles.

La izquierda gira a la izquierda

Por su parte, esta nueva (sic) izquierda de verborrea liviana, amante del dinero fácil —tigre de papel hubiese dicho Mao— será apuntada como la responsable de haber jugado a la ruleta con la democracia “burguesa”, apelativo que conlleva la creencia en otra democracia, esa que tiene a un dictador a la cabeza —un caudillo bufón y locuaz, generalmente—; remedo de democracia que se expresa en asambleas consintientes y con el voto vigilado, a puño alzado.

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Será responsable de adoptar “todos los métodos de lucha” para hacerse del poder; del abominable pisoteo de símbolos y valores históricos, de la lenta destrucción de la educación mediante la condena al mérito académico y de faltar a la ética y la moral —y en esto, nada la separa de sus enemigos—.

De haber canjeado a sus militantes por funcionarios públicos; la que tiene a un partido leninista como líder de una alternativa de gobierno y confunde ilusiones obsoletas con soluciones a los problemas del pueblo, la que es solo el espejismo de una izquierda que ha dejado de serlo por haber perdido su esencia popular y solidaria, quedando en la orfandad de horizonte.

Entre la resignación y el absurdo

Paridas por esa derecha autoritaria y por esa izquierda a la deriva, las opciones a la vista son de alto riesgo. El dilema que se presenta es tan cruel como una orden divina de muerte. Pero no hay quien sujete la mano con el puñal del Abraham que somos, para impedir que se cometa el sacrificio. Es probable que este verdadero trance histórico deje un legado de graves consecuencias.

¿Estaremos acaso ante un dilema de tal naturaleza que la respuesta sería el nihilismo con la “devaluación de los valores supremos y pérdida de significado en la vida” a la que se refería Nietzsche? ¿O bien ante el absurdo al que hacía alusión Albert Camus, ese que “representa la confrontación entre el anhelo humano de encontrar un significado y el silencio o indiferencia del entorno universo”?

Votar por un candidato que anule las pretensiones del otro ha sido un estigma en la democracia. Y hoy lo es aún más, ya que el “mal menor” no puede provenir del extremismo. Podremos lamentarlo, pero la historia suele crear y hacer renacer monstruos.

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Optar por la democracia, esa que puede ser imperfecta, minimalista, limitada, injusta…será siempre preferible a las opciones extremistas.

Así, el sentido común —sabio y buen consejero—, junto a los básicos principios humanistas, nos hace optar por la palabra en vez del insulto, la mano tendida frente al puño, las ideas por sobre la barricada, la razón en vez de la aventura, la ética por siempre y por encima de todo.

Habrá que escoger entonces, casi a ciegas, por ese mal menor que aterra. Y si acaso la fuerza moral no fuera suficiente para detener este péndulo que oscila entre dos peligros inmanentes, seamos capaces más tarde —ojalá tengamos vida— de construir otro futuro, en el que prime el raciocinio.

En esta suerte de preludio de la locura, nuestro anhelo es como una plegaria que, con fe en la razón y la sabiduría, podría cobrar algo de sentido; ese que, por el momento, parece inexistente, pero ante el que, aunque sea por obstinación, no debemos renunciar.