Sembrar miedo es una forma de dimitir de la política, de rendirse al cálculo emocional del instante. Gobernar, en cambio, exige convertir esa emoción en algo que dure: confianza, pertenencia, comunidad.

“Sembrar el miedo puede servir para ganar elecciones, pero no para construir países”. La frase de Tomás Vodanovic no sólo es lúcida; es una advertencia sobre el estado de nuestra conversación pública. Porque cuando el miedo se convierte en el lenguaje dominante, la política deja de ser el arte de construir confianza y pasa a ser la administración del pánico.

Chile vive una paradoja inquietante: casi dos de cada tres chilenos adultos (63%) señalan el crimen y la violencia como sus principales preocupaciones, un nivel de inquietud mayor que en México o Colombia, países donde las tasas de homicidios son más de cuatro veces superiores. De hecho, Chile figura con el segundo mayor porcentaje de preocupación por la delincuencia entre 30 naciones encuestadas por Ipsos, sólo tres puntos por debajo de Perú.

Es decir, la sensación de inseguridad en nuestro país no responde proporcionalmente a los datos, sino a una atmósfera emocional que se ha convertido en terreno fértil para la manipulación política. El temor a la delincuencia es el eje del debate político y electoral.

La derecha lo sabe, lo mide, y lo explota. Porque el miedo simplifica: convierte la desigualdad, la exclusión y la fragilidad institucional en una narrativa de “orden versus caos”. Y así, mientras más se instala la sensación de amenaza, más se normaliza la idea de que la solución está en endurecer penas, militarizar territorios o reducir la política a espectáculo punitivo.

Pero el miedo no gobierna, sólo paraliza. Lo que debería preocuparnos no es solo el uso del miedo como herramienta, sino la renuncia a hacer política que implica recurrir a él. Daniel Innerarity dice que “la política consiste en civilizar lo emocional”: transformar la ira en reforma, la frustración en proyecto, la esperanza en horizonte común.

Cuando la política deja de cumplir esa tarea, las pasiones se vuelven destructivas y el populismo se alimenta de su desborde. El miedo, entonces, es la emoción de una política ausente.

La historia lo demuestra: desde Hobbes hasta nuestros días, el miedo ha sido el cemento del autoritarismo. Su eficacia reside en que transforma a la ciudadanía en súbdita, y la deliberación en obediencia. Un modo de organizar la sociedad desde la sospecha, no desde la confianza.

En su forma más moderna, el miedo se convierte en algoritmo: se propaga en los medios, en las redes, en la conversación cotidiana. Nuestra agenda emocional —como nuestra agenda política— está moldeada por lo sensacional, no por lo importante.

La derecha ha hecho del miedo su estética. Lo enarbola como un diagnóstico que todo lo justifica y nada resuelve. Pero la inseguridad, como toda experiencia humana, necesita política, no motosierra. Inteligencia, no histeria. Reformas estructurales, no parches de campaña. Seguridad no es más cárceles; es más Estado: escuelas abiertas, barrios iluminados, salud mental, espacios públicos vivos, policías formadas y fiscalías eficaces. Es una institucionalidad que llegue antes del crimen y no después del titular.

El miedo es comprensible: nadie vive tranquilo si no se siente protegido. Pero una democracia madura no convierte ese miedo en herramienta electoral. Lo enfrenta con instituciones que funcionen, con información veraz, con justicia social. Sembrar miedo es una forma de dimitir de la política, de rendirse al cálculo emocional del instante. Gobernar, en cambio, exige convertir esa emoción en algo que dure: confianza, pertenencia, comunidad.

Cuando escucho a la derecha prometer seguridad a punta de eslóganes y castigo, pienso en lo que realmente están ofreciendo: un país amurallado, cansado, desconfiado de sí mismo. Y no, ese no es el país que quiero ayudar a construir. Prefiero uno donde la política no sea el eco de nuestros temores, sino la pedagogía de nuestra esperanza. Porque sembrar el miedo puede servir para ganar elecciones, pero nunca —nunca— para construir un país que valga la pena habitar.