El Nobel enfatiza que la prosperidad de largo plazo depende tanto de la innovación como de las instituciones que la posibilitan y orientan hacia un desarrollo inclusivo.

El Nobel de Economía 2025 fue otorgado a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt “por haber explicado el crecimiento económico impulsado por la innovación”.

La mitad del premio recayó en Mokyr (Northwestern y Tel Aviv) “por identificar los requisitos del crecimiento sostenido mediante el progreso tecnológico”; la otra mitad, compartida, en Aghion (Collège de France/INSEAD/LSE) y Howitt (Brown), “por la teoría del crecimiento sostenido a través de la destrucción creativa”.

El reconocimiento apunta a una misma idea: explicar por qué las economías pueden sostener el crecimiento a largo plazo cuando la innovación se vuelve sistemática y acumulativa.

Desde la historia económica, Joel Mokyr mostró que la Revolución Industrial y el despegue moderno no fueron un accidente, sino el fruto de un entorno intelectual y social que valoró el conocimiento útil, la explicación causal y la circulación de ideas. Documentó cómo una cultura de ciencia práctica y de apertura al ensayo-error redujo las barreras al cambio técnico y convirtió la invención en un proceso continuo, no en episodios aislados.

Aghion y Howitt, por su parte, formalizaron en macroeconomía la intuición schumpeteriana de la “destrucción creativa”: el crecimiento surge de innovaciones que reemplazan tecnologías previas. Su modelo permitió analizar cómo la competencia, las patentes, la financiación del I+D y la regulación afectan los incentivos a innovar; por qué las empresas dominantes pueden frenar el progreso; y cómo las políticas óptimas varían según la distancia de un país a la frontera tecnológica. Hoy su enfoque es el marco estándar para estudiar productividad, dinamismo empresarial, desigualdad entre firmas y el papel del Estado en ciencia y competencia.

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El aporte conjunto es, por tanto, doble. En el plano positivo, ofrecen una explicación coherente —histórica y teórica— del crecimiento sostenido cuando el conocimiento se acumula y difunde.

En el normativo, entregan una guía clara de política: mantener mercados abiertos a la entrada, diseñar derechos de propiedad intelectual que premien la invención sin sofocar la competencia, invertir en educación y ciencia, y acompañar el cambio con redes de protección y reconversión laboral.

El Nobel enfatiza que la prosperidad de largo plazo depende tanto de la innovación como de las instituciones que la posibilitan y orientan hacia un desarrollo inclusivo.

En clave chilena, la lección del Nobel es que el estancamiento productivo no se resuelve con más gasto, sino con dinamismo empresarial, adopción tecnológica y un marco institucional que premie el riesgo y tolere el reemplazo. No basta con cuánto se invierte en I+D: importa si existe un ecosistema pro-innovación. Chile destina apenas 0,3% del PIB a I+D (OCDE 2,1%, 2022) y solo 16,7% de las firmas innovó en 2019–2020 (OCDE 35%), señales de baja difusión.

Siguiendo a Mokyr, el cuello es cultural e institucional (permisos lentos, regulación inestable, evaluación por trámites); siguiendo a Aghion–Howitt, el nudo es competitivo (entrada y difusión bloqueadas cuando la propiedad intelectual y los datos se vuelven murallas). A ello se suma la falta de capacidades: solo 11,7% de adultos domina la resolución de problemas en entornos digitales (OCDE 32,3%) y 41% de ocupados se declara subcualificado.

La agenda para el próximo gobierno es clara: competencia efectiva, permisos pro-innovación, formación continua, reconversión laboral y gestión pública por resultados que aceleren la difusión tecnológica.