Ojalá su nombre no quede relegado a los manuales de historia, sino que sirva para repensar, también en Chile, qué significa hoy ser de izquierda.

Hace cincuenta años, un hombre cambió la historia sin proponerse una revolución, y, sin embargo, la produjo. Su nombre fue Mijaíl Gorbachov, y su legado –entre luces, sombras y contradicciones– marcó el fin de una era y el surgimiento de otra, más incierta, pero también más libre. Una revolución sin tiros ni desfiles, solo con palabras que erosionó un imperio.

Mijaíl Gorbachov

Entre 1985 y 1991, mientras lideraba la Unión Soviética, Gorbachov impulsó dos conceptos que ya son parte del vocabulario universal: perestroika (reestructuración) y glasnost (transparencia). Bajo esas palabras se escondía una intención audaz: reformar un sistema que ya estaba carcomido por dentro, pero sin renunciar del todo a sus fundamentos. El resultado fue inesperado, porque en lugar de renovar al comunismo soviético, ayudó a precipitar su colapso.

El momento clave llegó en agosto de 1991, con el fallido golpe de Estado de los sectores más duros del Partido Comunista soviético. Fue el canto del cisne del viejo régimen. Los tanques no aplastaron la voluntad de cambio; más bien, quedaron paralizados frente a una ciudadanía que ya no temía. El gesto de Boris Yeltsin, subido a un carro blindado, simbolizó la irrupción de una nueva legitimidad, aquella que nacía del voto directo, de la sociedad civil, de la gente común.

Gorbachov, paradójicamente, fue más celebrado fuera de su país que dentro. Mientras el mundo lo veía como un líder visionario y pacificador –retiró a la URSS de Afganistán, liberó a disidentes como Andréi Sájarov, aceptó la reunificación alemana sin una gota de sangre–, en casa era percibido como el responsable de la escasez, del caos económico y de la pérdida de poder geopolítico. Era el político que prometía futuro en un país todavía adicto al pasado.

Pero sería un error juzgar su legado solo desde el corto plazo. Sin Gorbachov no habría existido el derrumbe pacífico del imperio soviético, ni el surgimiento de democracias en Europa oriental, ni una salida sin guerra civil para la propia Rusia.

De Rusia a Chile: el PC y el tránsito de Jeannette Jara

Mientras todo eso ocurría, en Chile aún se vivía bajo dictadura. Pero los ecos de Moscú llegaban con fuerza. El golpe de timón de Mijaíl Gorbachov tomó por sorpresa no solo a los regímenes de Europa del Este, sino también a muchos partidos comunistas del mundo, que habían hecho del modelo soviético su horizonte político y moral. Entre ellos, el Partido Comunista de Chile.

Aunque hay que reconocer su rol histórico en la resistencia a la dictadura, lo cierto es que el PC chileno tardó demasiado en leer el signo de los tiempos. Mientras intelectuales y militantes de otras latitudes se abrían al debate sobre democracia, economía mixta y derechos humanos como principios estructurantes, en Chile el PC mantuvo por años una mirada ortodoxa, desconfiada de las reformas y atrapado en un lenguaje fósil. La hoz ya no cosechaba futuro.

La caída del Muro de Berlín, lejos de provocar un viraje inmediato, fue tratada por algunos como un episodio lejano o incluso como una traición. Parecía que la historia había pisoteado dogmas para cambiar el rumbo del mundo. La lenta aceptación de que el socialismo debía reinventarse llegó con retardo, y en muchos casos empujada más por la realidad que por convicciones internas.

En ese espejo, no puedo obviar la figura de la actual candidata Jeannette Jara, formada en la tradición comunista, pero hoy situada en una escena política marcada por alianzas amplias y liderazgos surgidos de mundos lejanos al ideario original: la Democracia Cristiana, el Socialismo Democrático, la cultura reformista.

Su tránsito, sostenido por una biografía coherente y un sentido de responsabilidad, refleja también el dilema que dejó el colapso soviético sobre cómo seguir creyendo en la transformación sin aferrarse a modelos agotados, y cómo colaborar en ello sin diluirse en la ambigüedad.

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Ser de izquierda hoy

Cuarenta años después, el momento Gorbachov sigue provocando emociones encontradas. Para algunos, fue el enterrador de una utopía; para otros, el liberador de pueblos que no querían seguir siendo satélites. Pero más allá del juicio histórico, hay algo innegable: su figura encarnó una apuesta por la democracia dentro del socialismo, por el pluralismo dentro de una tradición que había sofocado toda disidencia interna.

En tiempos donde las nostalgias autoritarias vuelven a rondar, donde el miedo a la inestabilidad empuja a algunos a pedir “orden” por sobre derechos, el legado de Mijaíl Gorbachov recuerda que las reformas profundas no se hacen a punta de fuerza, sino con coraje moral, voluntad política y apertura real al otro.

Ojalá su nombre no quede relegado a los manuales de historia, sino que sirva para repensar, también en Chile, qué significa hoy ser de izquierda, sin repetir experiencias fracasadas y sin abandonar convicciones.