En el patio trasero de una gran casa en Bucha, la localidad de la periferia de Kiev, convertida en símbolo de la brutalidad de las fuerzas rusas, Maxim disfruta de una cena con su familia y sus vecinos.

Hace unos tres meses, las tropas rusas se aprovecharon de la ausencia de la familia para ocupar la casa: dormían en la habitación de los niños.

Anna, la madre, se hallaba en Rumanía en aquel momento. Maxim y los dos menores, en una zona más al oeste de Ucrania.

Pero ahora, con todos los miembros reunidos de nuevo en torno a la mesa, Maxim, diseñador web de 36 años, comenta pensativo: “En este entorno, me da la sensación de que no podría ocurrir nada malo, que la vida es normal”.

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“Pero somos conscientes de que hay una guerra y de que no hay ahora mismo ningún sitio seguro en Ucrania”, añade.

Su vivienda, una casa de dos plantas de construcción reciente situada a las afueras de Bucha, apenas sufrió daños durante la ocupación rusa.

Muchas parejas jóvenes con hijos escogieron vivir en esta ciudad de la periferia noroeste de Kiev por la tranquilidad que ofrece.

“Los soldados rusos durmieron en nuestra casa dos o tres días, se comieron todo lo que había en el refrigerador y nos dejaron esto”, cuenta enseñando un paquete de ración militar rusa.

Cicatrices

En ese momento, durante el mes de febrero, el ejército ruso ocupaba Bucha en su intento por rodear Kiev. Cuando Ucrania retomó el control de la ciudad, salieron a la luz las atrocidades cometidas sobre la población civil.

El 2 de abril, periodistas de la Agence France-Presse descubrieron 20 cuerpos de civiles abatidos en la calle Yablunska.

Tres meses después, los transeúntes desfilan por esta misma arteria de la ciudad, escuchando música en los auriculares, volviendo del trabajo… Mientras hay quien sigue borrando los signos de los combates.

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Una mujer se detiene a observar un edificio. Inmediatamente, aparta la vista entre suspiros al mirar las cicatrices de los tiros de artillería.

A unos pocos kilómetros de la calle Yablunska, una vecina de Maxim y Anna, Nastya Glyieva, pastelera de 36 años, también estaba en Rumanía cuando los soldados rusos llegaron a la ciudad.

Ante el curso de la guerra, trabajó como voluntaria en una estación de autobuses de la capital, Bucarest, ayudando a los refugiados ucranianos que huían de los combates.

“Murió la profesora de mi hija de 11 años y toda su familia”, afirma. “Y no sé cómo contárselo”.

“Mil rusos en el pueblo”

“Casi todos los días escuchamos las explosiones de los artefactos detonados por nuestro ejército”, cuenta Glyieva. “Al principio me llevaba un susto, pero ahora casi lo vemos como normal”.

La casa que compró hace un año no sufrió daños durante los combates, y en ella acoge ahora a su cuñado, Dmitri Gliev.

Este cocinero de 20 años vivió en un pueblo ocupado durante casi un mes por fuerzas rusas cerca de Chernóbil.

“Tenía mucho miedo los primeros días, dormía en un colchón en el baño”, explica. “Y hacíamos nuestra propia harina con trigo para cocer pan”.

Esta noche, Dmitri está al mando de la barbacoa en la cena de Maxim y Anna.

“Si hubieran tomado Kiev, ya no existiría Ucrania, ni nuestra libertad, cultura, solo ‘una pequeña Rusia"”, afirma Maxim. “Pero nunca viviría en un país así”.