Como si el mundo no tuviera suficiente con la mortífera pandemia del Covid-19, desde hace diez días está ardiendo en llamas la segunda zona con mayor radiación en el mundo –la primera es Fukushima (Japón)-, a tan solo 1,5 kilómetros de la cúpula protectora del reactor de Chernobyl, en Ucrania.

Las evaluaciones locales estiman que la radiación de la zona se multiplicó por 16, durante la última semana. Ayer lunes, diez días más tarde, aún se combate contra dos focos, a pesar del esfuerzo de 130 oficiales de los cuerpos de emergencias y de 32 misiones aéreas que arrojan agua desde aviones y helicópteros, casi incesantemente desde el sábado 4 de abril.

Sergiy Zibtsev, jefe del Centro Regional de Monitoreo de Incendios de Europa del Este, dijo a la Agence France-Presse que el incendio es “súper enorme” e “impredecible”. “En el oeste de la zona de exclusión ya ha cubierto 20.000 hectáreas según nuestros cálculos”, agregó.

No obstante, las autoridades descartan cualquier riesgo. “No hay amenaza para la planta de energía nuclear de Chernobyl y las instalaciones de almacenamiento”, dijo Volodymyr Demchuk, del servicio de emergencia de Ucrania, en un comunicado en video el lunes por la noche.

Pocas horas después del suceso, la policía especial del Ministerio de Asuntos Interiores de Ucrania, que normalmente patrulla la amplia Zona de Exclusión de Chernobyl, detuvo a un hombre de 27 años que habría reconocido que desató el siniestro “por diversión”, pero que luego perdió el control de la situación.

Fue hace 34 años, cuando el 26 de abril de 1986 explotó el reactor cuatro de la planta nuclear de Chernobyl, ubicada 120 kilómetros al norte de Kiev, la capital de Ucrania, junto a la frontera con Bielorrusia.

Según estimaciones oficiales, la explosión de hidrógeno acumulado liberó gases tóxicos y materiales radiactivos con una intensidad 500 veces mayor que la bomba atómica de Hiroshima. Desde entonces, se encontraron rastros de esa radiactividad en 13 países de Europa. Sin ir tan lejos, geográficamente hablando, las autoridades dividieron el área contigua a Chernobyl en cuatro zonas concéntricas de exclusión, según el grado del impacto que las haya afectado.

Entre ellas, la cuarta (la más próxima, en un radio de 30 km) es la más peligrosa, no sólo porque el viento llevó hasta allí la radiación sino también porque aquí se enterraron unos 800 equipos y vehículos militares contaminados, que en su mayor parte siguen bajo tierra.

Si bien, en teoría, los pobladores de la zona de exclusión debieron mudarse y la planta no debía operar, estuvo de una u otra manera activa hasta el año 2015 y en ella trabajaban empleados, que residían en Slavutich, con contratos temporarios de 1 a 30 días. La planta incluso podía visitarse, utilizando delantales blancos y protección sanitaria.

Finalmente, cuando en el año 2019 se taparon los restos del reactor 4 con una bóveda gigante de 108 metros de altura, fabricada con acero y plomo, los ucranianos suspiraron con alivio, pensando que al fin la fatídica historia de Chernobyl quedaría enterrada por lo menos hasta 2023, cuando se cree que terminarán de destruir el núcleo, aunque se sepa que la radiación incontrolable seguirá acechando por varios años más.

Precisamente, el producto de esa nube tóxica fue el nacimiento del Bosque Rojo, en la Zona de Exclusión 4, el que ahora está en llamas.

Con los años, los bosques nativos se poblaron de pinos colorados y especies que se habían recluido en sus madrigueras. Al fin de cuentas, parece que por nociva que fuere, cualquier cosa es mejor que la actividad humana para preservar la vida silvestre.

En cuestión de años, corzos y castores asomaron desde los pantanos y lobos, jabalíes, ciervos y alces salieron a pavonearse con sus colas y cornamentas por los senderos resecos de los que alguna vez fueron prados.

Mientras las dotaciones de bomberos siguen combatiendo la estupidez humana, el inconsciente colectivo sigue alimentando un relato digno de las ficciones de la Guerra Fría.

Ya son varios los rumores de una central nuclear secreta, Chernobyl-2 (también conocida como Duga-3) que funcionaría en Pripyat, un pueblo fantasma, ubicado en la Zona de Exlcusión de Chernobyl.

Bajo tierra, camuflado bajo la chatarra de un ex cuartel militar soviético, se dice que bulle allí una suerte de bunker que generaría su propia energía y que atesoraría alimentos para autoabastecer a sus potenciales refugiados durante diez años.