Érase una vez una mujer muy pobre, quien vivía con sus hijos en un lugar triste y desolado.
Aunque la mujer se esforzaba por cuidarlos, cada día se hacía más difícil.
Un día, escuchó en el pueblo una leyenda sobre una gran bestia que habitaba al Norte.
Muchos morían tratando de llegar a ella.
Muchás más morían tratando de vencerla.
Pero quienes lograban burlarla accedían a un gran tesoro, con una sola condición.
No volver a ver jamás a quienes amabas.
Así, con pecho desgarrado de dolor, la mujer emprendió el peligroso camino…

Diego es la viva imagen de lo que en Chile llamaríamos despectivamente un “flaite“.

Su corte de pelo es, por decirlo con indulgencia, original. Sus ropas lo son aún más. Moreno, en su rostro se mezclan suavamente los rasgos indígenas de su pueblo con el de los hispanos que conquistaron a sus ancestros cinco siglos atrás.

No. Diego no es un “flaite” (si es que aquella denominación realmente existe fuera de nuestros complejos de superioridad). Estadounidense descendiente de mexicanos, domina el inglés a la perfección, así como un español bien pronunciado hasta que tropieza con alguna palabra que sus padres no alcanzaron a enseñarle u olvidó por desuso. Sus modales son extraordinariamente educados y en sus ojos hay un brillo de inteligencia que le auguran un buen futuro, si es sabio en el camino que debe seguir.

Conocimos a Diego durante una visita a la escuela de Santa Fe South en Oklahoma, una secundaria muy diferente a aquellas que acostumbramos ver en las series adolescentes de Disney; esas de salones brillantes, chicos populares, hermosas porristas y fiestas alocadas.

Santa Fe South podría ser -en apariencia- el reflejo de cualquier escuela pública chilena. Emplazada en un viejo edificio restaurado hasta el punto en que el presupuesto estatal lo permitió, se ubica en un barrio problemático de la ciudad. Para muestra, un policía mantiene su patrulla de punto fijo en las afueras del recinto. Sólo por si acaso.

Tras ella, los trenes de carga pasan constantemente, levantando polvo y remeciendo la construcción hasta sus cimientos. Los 560 alumnos que asisten a clases deben hacer un alto en las clases hasta que pase y puedan volver a escucharse.

Respetuosamente, las autoridades del lugar nos piden que no tomemos fotos. No sólo porque muchos estudiantes son menores de edad, sino porque la mayoría de ellos son hijos de padres indocumentados que residen de forma ilegal en Estados Unidos.

Algunos de los propios jóvenes tampoco son residentes legales, pero a la escuela no le importa. No les piden esos papeles.

www.santafesouth.org

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Santa Fe South es lo que en Estados Unidos se conoce como una “charter school“, una modalidad de enseñanza relativamente novedosa para ellos pero que para los chilenos es bastante conocido: una escuela particular subvencionada. Esto porque mientras aquí tenemos décadas -sino siglos- de entregar recursos estatales a escuelas administradas por privados, sobre todo la Iglesia Católica, en Estados Unidos es un concepto abierto recién en 1991 y sobre el que todavía existen dudas.

¿Pruebas? Mientras en Chile más del 70% de los estudiantes de enseñanza básica y media asisten actualmente a colegios particulares subvencionados tras el desmantelamiento sistemático de la educación pública, en Estados Unidos esta cifra no supera el 6%.

Pero si todas las escuelas subvencionadas fueran como Santa Fe South… ya querríamos que fuera incluso mayor. Déjenme contarles por qué.

El sueño americano

Diego nos hace un breve recorrido por su escuela. Breve no porque no tengamos tiempo, sino porque en realidad no hay mucho que mostrar. El edificio de paredes gruesas tiene sólo dos pisos donde se distribuyen algunas salas. Hay un pequeño comedor que les provee alimentación gratuita. Tan pequeño que los alumnos sólo retiran allí su comida y luego van a buscar un lugar en las afueras para almorzar.

- Este es el patio -nos explica con humildad- está lleno de juegos infantiles porque antes era una escuela primaria y nunca los retiraron. Igual nos divertimos en ellos.

Pero las similitudes con la mayoría de nuestras escuelas terminan aquí.

Santa Fe South es lo que acá llamaríamos pomposamente una “escuela de excelencia”. Pese a los escasos recursos de sus alumnos, la tasa de deserción es mínima. De hecho un 97% de ellos no sólo se gradúa, sino que obtiene cartas de aceptación de universidades, las que son exhibidas con orgullo año a año en el hall de acceso a la escuela para que los demás estudiantes vean que, con esfuerzo, siempre es posible salir adelante.

¿Pero como llegan hasta ahí? Irónicamente, con una mezcla de selección y de la “tómbola” de la que tanto se mofaron los detractores de las reformas a la educación en Chile.

Los alumnos postulan bajo una base de requisitos de notas y comportamiento. Si cumplen con un piso mínimo, entran a una lista donde -oh, sorpresa- son elegidos completamente al azar. A la escuela no le interesa recibir a “lo mejor de lo mejor”: le interesa formarlos.

En promedio, 1.000 alumnos quedan anualmente en lista de espera.

“No se trata sólo de la enseñanza académica”, nos explica uno de los coordinadores. “Tratamos de que los jóvenes se inserten en la comunidad mediante voluntariado. Además conocemos a cada familia y trabajamos con ellas cuando hay problemas de drogas o alcoholismo. Nada es un problema. Tenemos estudiantes que vienen con sus bebés”.

Otra diferencia son los horarios de estudio y de trabajo para los profesores. En Santa Fe South entienden que más no necesariamente es mejor (como creímos con nuestra jornada escolar completa) y los alumnos asisten a clases entre 7:50 y 15:20 horas de martes a viernes.

Eso porque los lunes entran a las 9:30 horas, ya que los profesores utilizan esa hora y media para analizar problemas y planificar lo que será la semana. Además, muchos alumnos lo aprovechan para descansar de sus domingos de trabajo.

Leyeron bien. De trabajo. No de fiesta.

El caso de Diego es ejemplar. A sus 18 años es el hombre de la casa, a cargo de sus 2 hermanas. De lunes a viernes estudia y el fin de semana, sábado y domingo, trabaja junto a un tío en una empresa de roofing, es decir, poniendo techos, una industria muy en boga en Oklahoma, donde los tornados son visitantes tan indeseables como frecuentes.

- ¿Pero y cuándo descansás? -le pregunta sorprendida, Paola, mi colega salvadoreña.
- Y bueno, ahí un poquito en las tardes.

No nos lo cuenta con lástima ni con orgullo. Nos lo cuenta sólo como lo que es. Hace unos años, la policía irrumpió en su hogar a las 6 de la mañana para, en medio del caos, llevarse a su padre, extranjero indocumentado. Su madre, decidió volver a México con él.

- Fue tras la segunda ocasión en que lo detuvieron conduciendo bebido -confiesa sin el más mínimo aspaviento -Esta vez no lo perdonaron.

Nosotros lo quedamos mirando con una mezcla de asombro y congoja. Si es tan sólo un muchacho…

Pero no nos quedamos en el pasado. Impregnado del pensamiento emprendedor estadounidense, Diego nos cuenta de sus sueños, de graduarse pronto de la escuela, llegar a la universidad y tener su propia empresa de roofing.

Al despedirnos, Paola le toma las manos y le dice: “Te entiendo mejor de lo que crees. Sé que lo lograrás. Sólo ten fuerza y sigue adelante”.

Y créanme. Ella sabe de lo que habla.

“Era emigrar o morir de hambre junto a mis hijos”

Sólo unos días atrás, Paola me había confiado su propia historia. Sumido en una sangrienta guerra civil que ya se extendía por más de una década y que junto a las miles de muertes había provocado una debacle en la economía, su madre tomó la dura decisión de irse del país para buscar una mejor fuente de sustento para sus hijos.

A sus 14 años, siendo sólo una niña, Paola quedó a cargo de sus tres hermanos. Su madre, Norma, trabajaba en una fábrica de medicamentos recibiendo un salario que ni siquiera le alcanzaba para alimentar a sus hijos. “Era emigrar o morir de hambre junto a ellos”, asegura.

No fue un viaje fácil. En 1993, reunió los 7 mil dólares que le cobraba un “coyote” -traficante de personas- para que la llevara hasta los Estados Unidos. Fueron 23 días de viaje donde su vida estuvo en peligro cada uno de ellos, sobre todo al enfrentar a “La Bestia”.

“La Bestia”, también conocida como “El Tren de la Muerte”, es en realidad una red ferroviaria que recorre Centro y Norteamérica transportando mercancías en su interior… e inmigrantes ilegales en sus techos, quienes buscan evadir así los controles fronterizos.

Univisión Noticias

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Montarse en los trenes en movimiento no sólo es peligroso per se, dejando decenas de víctimas fatales o mutiladas al año, sino que los propios emigrantes y autoridades mexicanas corruptas la convierten en un riesgo adicional. La revista católica de análisis Commonweal estima que de los hasta 500 mil centroamericanos que intentan llegar a EEUU sobre “La Bestia”, el 80% será asaltado, mientras que el 60% de las mujeres será violada.

Para Norma, el traumático paso por el tren fue sólo el comienzo de su ordalía.

“Me llevaron 5 veces a la carcel ya llegando a Arizona, pero logré salir a los tres dias y así insistí. Una vez se pinchó el neumático del camión en el que viajaba con decenas de personas. Estuve de rodillas hasta 7 horas con apenas aire y sin comida ni agua, pero eso no se compara con el dolor de saber que me alejaba más y más de mis hijos”, relata.

Finalmente, Norma pudo llegar a Los Ángeles en California, donde se encontró con su hermana menor para limpiar casas. Allí logró comenzar a ganar dinero, pero también a convivir con la presión constante de ser deportada.

“Estuve cobrando la mitad de lo que realmente me debían pagar por mi falta de papeles y del inglés tan necesario. También estuve a punto de ser deportada cuando un par de agentes de migracion se acercaron a preguntarme por mis documentos. Les dije que los había dejado en otra cartera y solo Dios sabe cómo es que me creyeron. Quizá donde les hablé tan segura y andaba bien presentable con mi ropa”, indica.

¿Pensó alguna vez en regresar a El Salvador?

“En regresarme… pensé un millón de veces. Pero recordé 10 millones más de que allá no tenía cómo mantener a mis hijos y por eso no lo hice”, rememmora con congoja.

Con el paso de los años y el trabajo duro, la vida fue premiando a Norma. Pudo enviar remesas mensuales a sus hijos, lo que les permitió estudiar y convertirse en profesionales, incluyendo a Paola recibirse como periodista y llegar a uno de los principales canales de televisión de El Salvador. Además, 10 años después de llegar a Estados Unidos conoció a quien es hasta el día de hoy su esposo, con quien mantiene una tienda en Oregon.

Pero todo tiene un costo y en su caso, fue el de no poder viajar a El Salvador, a riesgo de que no le permitieran regresar a Estados Unidos. Salvo el teléfono y las videoconferencias, Norma no volvió a ver a sus hijos, ni conocer a sus nietos.

“Lo que más me duele es que mis hijos crecieron sin mí. Que pasaran sus cumpleaños sin su madre. Navidades. Días de la madre. ¿Qué obtuve a cambio? Una mejor vida económica para ellos. Verlos desempeñarse ahora con los estudios que yo les di y así sentirme orgullosa de ellos”, afirma.

Para Paola, nuestro viaje tendrá un final diferente. Gracias a una cortesía de la Embajada de Estados Unidos en su país, le permitieron viajar a Oregon a visitar a su madre. Tendrá algo más de una semana para intentar comprimir 23 años de ausencia.

Norma… ¿qué le aconsejaría usted a los jóvenes de su país que también sueñan con llegar ilegalmente a EEUU?

“Eso es difícil de responder porque en todo hay riesgo. Si se quedan (en el Salvador) está la amenaza de las pandillas. Es una tristeza no poder hacer nada para sacarlos de tanta violencia. Una impotencia y una rabia de ver que los gobiernos no hacen ni mierda”, indica frustrada.

“Por otro lado está el peligro que se corre al venirse de ilegal. Además, nadie tiene los 15 mil dólares que se requieren para un viaje como este, en el que uno más que dinero, puede perder la vida”.

Ya en sus cincuenta, con los rasgos de su belleza marcados por las cicatrices de una vida llena de privaciones y penurias, Norma me sorprende con una reflexión final.

“Que no daría por haber nacido en un país como el suyo, como Chile, donde me han contado que ni se necesita una visa para poder llegar hasta acá. No sé qué clase de gobierno tenga, bueno o malo, pero por lo que se ve, están mucho mejor que en mi país”.

Al menos, para Paola y para Norma se cierra un etapa. Ambas volvieron a encontrarse en Oregon, y durante poco más de una semana, durante 9 días, pudieron recordar que seguían siendo madre e hija.

…Y fue así que sólo muchos años después, gracias a los frutos del tesoro que había obtenido, que la hija pudo volver a reunirse con aquella mujer que había vencido a La Bestia.
Volver a abrazarse. A cepillarse el cabello y a arroparse.

Duerme bien esta noche, pequeña.