El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, no ha dudado en tachar de fascistas a quienes han participado de las masivas protestas en contra de su gobierno. “El fascismo tiene a su jefe preso ya”, señalaba este 19 de febrero, al vanagloriarse del encarcelamiento del dirigente opositor, Leopoldo López.
Si bien una de las características de los regímenes autoritarios es la sectaria división entre amigos y enemigos, cabe preguntarse hasta qué punto un Presidente de la República, responsable de la conducción de su país, puede usar y abusar del lenguaje, no sólo por ser agresivo e incendiario, sino también por ser incorrecto en cuanto a su significado.
En este sentido, y aunque haya devenido en un calificativo de carácter peyorativo, normalmente utilizado por la extrema izquierda en contra de sus enemigos, el término fascismo representa un movimiento y un tipo de régimen histórico que, difícilmente, es posible encontrar, aunque sí analogar, con realidades del presente.
¿Qué fue el fascismo? Un movimiento, pero también un régimen político. Esta distinción es importante, porque en la mayoría de los países el fascismo no llegó a constituirse en régimen, permaneciendo sólo en el nivel de movimiento.
En segundo lugar, y desde la perspectiva de su extensión territorial, se puede hablar del fascismo italiano, del cual surge, y de otros movimientos nacionales de estilo fascista, incluyendo al nazismo alemán, pero también a otros referentes que, la mayoría de las veces, no llegaron a conformarse como regímenes políticos.
Y, mirando el tema en sentido amplio —es decir, aceptando que existió un fascismo fuera de Italia—, la gran pregunta es: ¿Ha existido históricamente un mínimo común fascista? Si bien el tema es discutible, algunos autores (Ernst Nolte e Stanley Payne, entre otros) hablan de negaciones fascistas, ideología fascista, y aspectos formales de su organización. Obviamente, y por tratarse de un mínimo —de elementos que distinguen a movimientos y regímenes de diversas naciones— para calificar seriamente de fascista a algo o alguien deben concurrir dichas características de manera copulativa.
Entre las negaciones, pueden mencionarse el antimarxismo y el antiliberalismo. Algunos autores, como Nolte, agregan el anticonservadurismo. Pero otros, como Payne, lo matizan, haciendo ver que por razones tácticas los fascistas se aliaron, en algunas ocasiones y lugares, con sectores tradicionalistas. Fue el caso de Alemania cuando Hitler llegó al poder en 1933.
No obstante ser la ideología fascista un elemento difuso, sobre todo si la miramos en sentido amplio, pueden detectarse algunos elementos comunes. A saber: a)creación de un estado nacionalista autoritario (se discute el carácter totalitario del fascismo italiano); b) estructura económica nacionalista (de carácter corporativista y muy regulado por el Estado); y c) credo idealista, secular y voluntarista (se produce una suerte de reemplazo de las religiones reveladas).
En cuanto a los aspectos formales, los fascistas le asignaban gran importancia a tres elementos: a) estructura estética de sus mítines, poniendo acento en su carácter romántico y místico; b) movilización de las masas a través de una estructura militarizada, por ejemplo, mediante la promoción de milicias o grupos paramilitares entre la población civil; y c) exaltación del elemento masculino y juvenil.
Los regímenes fascistas tendieron a politizar a las Fuerzas Armadas, es decir, a suprimir uno de los principios esenciales de las democracias, el de no deliberación militar, la llamada subordinación democrática del estamento castrense.
Como se observa, algunas de las características del fascismo también pueden percibirse en movimientos y regímenes históricos de extrema izquierda, como el mismo caso del actual gobierno de Venezuela, con fuerte presencia de militares en el poder civil, donde los gobernantes serían nada más ni nada menos que herederos del legado del fallecido líder supremo, que encarnaba los máximos valores de la patria y el pueblo. Pero esto no hace que esta izquierda merezca ser tachada de fascista. Ni como un apelativo de tipo peyorativo (en una democracia no hay enemigos, sino adversarios), pero tampoco por un mínimo sentido de la rigurosidad teórica.
Pero, claro, estas consideraciones no valen para quienes no creen en la democracia, sino en su superación, sea de manera gradual o violenta, incluyendo el uso del lenguaje como arma de combate más que de comunicación.
Valentina Verbal, Historiadora y columnista Fundación Cientochenta