“En la revista Zig Zag encontró Isolda un fragmento del Poema de la Tierra. Los poemas eran de Óscar Castro, de Rancagua.

Entonces, Isolda se dirigió a buscar al autor, después de decirse: “A este hombre tengo que conocerlo”. En Rancagua no había donde perderse en esos años. Óscar vivía en Ibieta 148 e Isolda en Gamero 152, en calles paralelas a la misma altura. La primera impresión fue que era un hombre de figura muy corriente, sereno, sencillo. No se notaba el poeta por ninguna parte. Isolda jamás pensó que ese hombre iba a tener un lugar tan destacado en la literatura.

No fue un caso de amor a primera vista. Ni a segunda vista. Isolda asegura que se casó por una cosa muy tonta. Había estado enferma del pulmón y se le metió en la cabeza una idea dramática: que se iba a morir. Son ideas que se le ocurren a una muchacha de 16, de 17 años.

Hizo un viaje de Rancagua a Machalí. Era considerado, entonces, un viaje largo. Óscar fue a despedirse a la micro. La quedó mirando de una manera muy especial. Ella tuvo ganas de sacar un pañuelito blanco como si fuera a viajar hasta hacerse inalcanzable. La mirada del poeta era triste y lejana e Isolda sentía la soledad de él. “Después de todo, si me muero –pensaba- este hombre a lo mejor podría preocuparse de mí”.

Pasó el tiempo, se olvidó de Óscar, volvió a Rancagua donde se quedó una semana. Lo vio nuevamente. Con todos los versos del Poema de la Tierra en la mano, Isolda estimó que su misión en esa ciudad había que darla por concluida, que debía volver a Santiago.

Óscar le advirtió:

-No te vas a ir.

-¿Por qué?

-Porque nos vamos a casar.

-Bueno –recapacitó Isolda–, ¿cómo es posible que de repente, sin ser novios…? Es una locura.

-No –dijo él–. No veo donde está la locura. Yo siento que tienes que ser mi mujer y nos vamos a casar.

-Pero no tenemos absolutamente nada.

-Iré donde tus padres a pedirte.

Isolda lo esperó en su casa y él regresó muy contento. Le pidió que lo acompañara a la Imprenta La Semana, donde trabajaba el padre de Isolda. Se saludaron y Óscar dijo:

-Señor, vengo a pedirle la mano de su hija para casarme.

El padre de la novia hizo algunas bromas y les dijo que si así lo habían dispuesto, bueno, que se casaran. Después fueron en busca de la madre de Isolda, y el compromiso adquirió carácter oficial.

Se casaron, pero no hubo posibilidad de concretar el matrimonio como era debido. No tenían vivienda aparte. Él llegaba a su casa, como siempre, por la
noche, y ella a la suya.

En la casa de la madre de Óscar no había conciencia de su cambio de estado civil. La señora le preguntó un día:

-Mira, hijo, me dijeron que te habías casado…

Un silencio.

Después:

-Mamá, si me hubiera casado estaría con mi mujer. Usted ve que todas las noches llego a su casa.

Y así tuvo a la señora engañada hasta que pudo formar hogar propio.

Isolda dice que ha observado que las mujeres, al quedar viudas, se ponen tristes. Algunas lloran. Cuando ella tuvo conciencia de hallarse sola, ¡le dio una rabia tan grande! No sabía contra quién, pero encontraba que todo era tan injusto. Óscar estaba en la mejor época de creación literaria y quería escribir teatro “cuando se fue”, como dice ella.

Después de dicho arranque de indignación, empezó a leer los cuentos, los poemas, las novelas de Óscar Castro, en fin, su legado, y a estudiar sus posibilidades de publicación. Y así, poco a poco, fue dando a conocer la obra del poeta rancagüino. Comprendió entonces que ésa era la herencia que él le había dejado…”.

Prólogo de Carlos Ruiz-Tagle, del libro “Óscar Castro en Rancagua” (1990), de Isolda Pradel.

Isolda Pradel fue la musa del poeta. Uno de sus poemas, “Para que no me olvides”, fue musicalizado por Los Cuatro de Chile y alcanzó grandes niveles de popularidad.

http://www.youtube.com/watch?v=JS25oAi2c5U