Con un poco de sentido común y, sobre todo, recordando que los locos son seres humanos como nosotros, es mucho lo que se puede hacer por las personas internas en un centro psiquiátrico. Este relato muestra un ejemplo de ello.

Por Jorge Silva Rodighiero

Hace cinco años tuve la oportunidad de trabajar en un centro de internación psiquiátrica bastante particular. Para proteger las identidades de los internos del lugar, no especificaré su nombre.

Este centro surgió como respuesta a la petición de una comuna de la capital que, sobrepasada por la problemática de la locura y la falta de recursos para darle un lugar digno, pidió a una reconocida congregación de la Iglesia que se encargase ello. Debemos recordar que, en los últimos años, ha existido una política de rebajar dramáticamente la cantidad de pacientes psiquiátricos internos en los hospitales emblemáticos del país.

Tal congregación fundó entonces un pequeño centro de internación para pacientes diagnosticados con psicosis, el nombre con que los psicólogos y psiquiatras denominamos lo que la gente entiende coloquialmente como locura. En este centro vivían treinta pacientes hombres, entre treinta y cincuenta años.

Las condiciones no eran malas, comparadas con otros centros de internación. Existía una pieza para cada paciente, además de un living y un patio como espacio común. Lamentablemente el living estaba cerrado bajo llave, y sólo se abría cuando uno de los trabajadores llevaba una película para que la viesen todos. El patio era un espacio de casi cien metros cuadrados, con piso de tierra y nada más. Ni una silla, ni una mesa. Nada.

La única oficina del centro, para uso exclusivo del personal, tenía en una esquina una gran cantidad de cajas llenas de fichas de todos los pacientes. Lo primero que hice fue, por supuesto, revisarlas. No contenían nada más que diagnósticos. Uno tras otro, contradictorios entre sí, realizados por decenas de alumnos en práctica o estudiantes de psicología que venían a realizar sus trabajos aquí.

La directora del centro, única psicóloga titulada que trabajaba en el lugar, me comentó que no había nada acerca del tratamiento en las fichas, ya que lo único que se realizaba allí era terapia corporal realizada por ella, además de un control farmacológico realizado por un psiquiatra una vez al año. Esto quiere decir que los pacientes que estaban en el centro no recibían prácticamente atención psicológica o psiquiátrica alguna.

Después de ver que las fichas estaban en las condiciones ya descritas, procedí a realizar un nuevo diagnóstico de los pacientes. ¿Para qué? necesitaba un diagnóstico claro y, sobre todo, que me permitiera definir qué sería útil para el paciente. Para su bienestar, para su dignidad. A un paciente no le importa saber qué tipo de psicosis tiene, si eso no se refleja en qué tratamiento recibe. Quería información acerca de cada uno, qué opinaban de vivir en este lugar, qué cosas no les parecían bien, qué cambios realizarían. Quería tratarlos como cualquier ser humano merece ser tratado.

Además de realizar el diagnóstico de los pacientes, había que buscar un lugar dónde atender. Si bien existían las piezas de los internos, sólo contaban con una cama y velador. Finalmente opté por sacar uno de los sitiales del living y convertirlo en ‘la silla del psicólogo”, llevándola cada vez a la pieza del paciente que vería en ese momento. Al poco tiempo ellos sabían distinguir perfectamente el contexto psicoterapéutico cuando estaba la silla en su pieza, del contexto informal cuando estábamos en el patio o compartiendo el desayuno.

¿Con qué me encontré? Creo que el primer diálogo que tuve con un interno refleja muy bien la situación:

Jorge: ¿Te parece que conversemos un rato?
Interno: Sí, no tengo problemas. Me gusta conversar, aquí nadie conversa con nadie. Algunas veces vienen otros psicólogos ¿me va a mostrar unas manchas o algo así?
Jorge: No, nada de eso… la idea es simplemente conversar, quizás más de alguna vez, para irte conociendo.
Interno: Mmm… no soy muy entretenido para conocer… mi vida está convertida en algo bastante aburrido… yo lo único que quiero es salir de aquí, no quiero estar más aquí… no tengo problema en conversar con usted, pero si me pregunta qué quiero, quiero eso, salir de aquí… siempre que alguien me pregunta cómo estoy, digo lo mismo… quiero salir de aquí… pero nadie escucha, nadie hace nada…

Cuando le pregunto qué le gustaría hacer, me dice “muchas cosas… poder hacer cosas con las manos… aquí no nos dejan hacer nada… estar en la pieza tirados y ya… no entienden que todavía estamos vivos, tenemos culpas pero podemos vivir, no es condena a muerte…”

El resto de las primeras entrevistas con los pacientes fue prácticamente igual en este punto. Todos estaban aburridos y cansados de que nos los dejasen hacer nada. Al poco tiempo de reunirme todas las semanas a conversar con cada uno de ellos, empezaron a volverse más activos, y a compartir un poco entre ellos en el patio.

La directora me comentó que le parecía raro que ahora pasasen tiempo en el patio durante el día, en vez de en sus piezas. “Para qué van al patio si no hay ni sillas”, me dijo.

Contacté entonces a la congregación y conseguí mesas y sillas de segunda mano, que colocamos de manera fija en el patio. Se me ocurrió pintar un tablero de damas en cada una de sus superficies, y dejar dos juegos de fichas en cada pieza.

Cuando volví a la semana siguiente, los profesionales del lugar no estaban muy contentos con el resultado.
Los internos pasaban la mayor parte del día en el patio, ya fuese jugando damas con un compañero o conversando. Algunos habían pedido piezas de ajedrez a la directora, a lo cual ella aún no daba respuesta.

Los profesionales me explicaron que cuando los internos estaban todo el día en sus piezas, podían preocuparse menos de ellos y dedicarse a la administración del centro (cocinar, hacer aseo, entre otras actividades) y que ahora tenían que estar más pendientes, lo que les dificultaba su labor.

La directora me comentó que dejarían las mesas y sillas un mes más, ya que quizás era por la novedad que los pacientes las estaban ocupando tanto, pero que no siguiera incitándolos a interactuar tanto y a “darle problemas al staff”.
Cuando pasó el mes, la situación sólo había “empeorado”. Los pacientes seguían jugando en el patio, conversando entre ellos. Las comidas del día ya no se hacían en silencio, sino que entre el humano ruido de la conversación. Algunos incluso me comentaban sus ideas acerca de nuevos cambios en el centro. Por sobre todo, querían hacer más cosas. Querían sentirse útiles. Querían sentirse humanos.

El resto de los profesionales no sabían que más podían hacer los internos en el centro sin causarles problemas. Finalmente, en una extenuante reunión, aceptaron darles a los internos un paño de sacudir para que pudiesen ayudar en el aseo de sus piezas. Cuesta imaginar las sonrisas que ese simple derecho hizo aparecer en la cara de los internos.

Los pocos familiares que visitaban a los internos se dieron cuenta de los cambios, especialmente por el hecho de que ahora sus parientes conversaban con ellos de manera bastante más fluida y amena. No era igual a la conversación que podían tener con el resto de las personas, pero el cambio para ellos era muy significativo. La frecuencia de sus visitas aumentó, y conseguimos que algunos llevasen películas y que las viesen todos juntos.

La lección que extraigo de todo esto es que el trato que le damos a los enfermos psiquiátricos, en su internación muchas veces de por vida, es parte fundamental de su curación. Si se fijan, no hay en este relato ninguna técnica psicológica aplicada, sólo un poco de sentido común, empatía y compasión.

Me hubiese encantado partir de inmediato a realizar los tratamientos de la escuela en la que me formé, encontrarme con la problemática de la psicosis y enfrentarla con las herramientas aprendidas en la Universidad. Sí, me hubiese encantado, porque amo mi profesión. Pero primero debía detenerme y ser sólo un ser humano.

Lamentablemente, esta historia no tiene un final feliz. Después de seguir un par de meses en las mismas condiciones, la directora me comentó que el centro no podía seguir así. Debido a la actividad que ahora mostraban los pacientes, interactuando en el patio, yendo a visitarse a las piezas, la presencia de las familias, se hacía necesario tener más personas en el equipo profesional.

Me indicó que no había fondos para ello, por lo que habría que intentar que los pacientes estuviesen más tiempo en sus piezas, poniendo horario de uso del patio, y limitar la frecuencia de las visitas familiares al fin de semana.

Al final, no queda claro quiénes son los locos.

Jorge Silva Rodighiero, Psicólogo de la P. Universidad Católica de Chile | www.jorgesilva.cl