Una exploración íntima —y un poco tragicómica— de por qué seguimos mirando la vida de quien ya no está, de qué intentamos anestesiar cuando stalkeamos y de cómo el silencio, la duda y los vínculos mal cerrados pueden doler más que el final mismo.
En estos tiempos, stalkeamos con la misma naturalidad con la que decimos “ya lo superé”. Uno va a “mirar un ratito” desde la cuenta de la amiga, de la prima, de la tía o desde ese perfil falso de desayunos a domicilio que te creaste para espiar tranquilo.
¿Estará con alguien?, ¿será que ya me superó?…y apareces dos horas después sabiendo dónde estuvo, con quién salió, a qué hora respiró y hasta quién aparece reflejada en los lentes de sol de la foto de la persona que juras que ya no te importa.
Si existiera una federación mundial del stalkeo, todos tendríamos medallas, al menos por participación. Porque este deporte no se practica con los músculos, sino con esa mezcla maravillosa —y un poquito triste— de ansiedad, curiosidad y el deseo secreto de volver a sentir cerca lo que ya no es nuestro.
El impulso aparece cuando un vínculo queda en un limbo extraño: no está contigo, pero tampoco es completamente pasado. Esa ambigüedad inquieta, deja el cuerpo en modo alerta, esperando una señal que nunca llega. Y mientras esperamos, buscamos. Revisar sus redes se convierte en una forma rápida (y torpe) de calmar la ansiedad: “si sé qué está haciendo, me voy a sentir mejor”.
A veces funciona. La mayoría de las veces solo agrega una punzada nueva y la sensación posterior de estar interpretando migajas como si fueran mensajes del universo.
Porque, seamos honestos: el stalkeo es una anestesia emocional. Utilizas sus fotos como un objeto al que aferrarte para no sentir el dolor brutal del desapego. Y sí, es brutal. Para muchas personas, amar se siente como caminar descalzo por un territorio lleno de recuerdos activos: cualquier señal puede doler, cualquier ausencia puede arder.
Ansiedad afectiva
Cuando se vinculan, se activa una mezcla delicada entre entusiasmo y cautela. No es que no quieran amar: quieren de verdad, con presencia, con entrega, con una profundidad que muchas personas no conocen. Y eso los vuelve especialmente sensibles.
Para ellos, estar en una relación no es un precipicio, sino más bien caminar por un puente hermoso pero recién construido: disfrutan la vista, la compañía y lo que están creando, pero al mismo tiempo sienten cada vibración, cada movimiento, cada señal que podría indicar que algo no está firme todavía.
Quienes aman desde un lugar de ansiedad afectiva no son “intensos” por elección; son personas cuyo sistema relacional se activa muy rápido cuando quieren a alguien.
No es que amen “de más”: es que su cuerpo registra con mucha fuerza cualquier cambio, silencio o distancia. Sienten profundo porque se vinculan profundo, y eso los vuelve muy capaces de conectar, de cuidar y de entregar… pero también más propensos a preocuparse, a anticipar pérdidas y a leer señales donde no las hay. Su manera de amar no nace del drama, sino del temor aprendido a que el cariño pueda desaparecer.
Amar les despierta una vulnerabilidad que toca fibras antiguas: la infancia, la espera, las veces que nadie llegó. Por eso, aunque desean la cercanía, una parte del cuerpo siempre pregunta: “¿Me vas a elegir…o me vas a dejar?”.
Y lo que más duele no es el otro: es la duda. La duda constante, silenciosa, agotadora. La duda de si el otro siente lo mismo, piensa lo mismo, quiere lo mismo. La duda de si un silencio es eso o una señal de abandono. La duda de si un día apagado significa desinterés.
Y esa duda no se vive en la cabeza: se vive en el cuerpo. Opresión en el pecho, nudo en la guata, mareo, angustia. Porque ese cuerpo aprendió demasiado temprano que el amor podía desaparecer sin aviso. Cada mínima distancia revive heridas viejas:
“Cuando te necesito, quizás no estás”.
“Cuando algo me importa, lo puedo perder”.
“Yo siento más de lo que tú sientes”.
“No soy suficiente para que alguien se quede”.
Eso arde.
Cuando el otro está cerca, sienten alivio. Cuando se aleja un poco, sienten amenaza. Cuando vuelve, sienten amor. Cuando algo cambia, sienten miedo. Es un vaivén extenuante.
No dramatizan: sobreviven a un sistema nervioso que jamás baja la guardia.
Y como crecieron con amores que se caían con un soplido, las personas estables les parecen casi criaturas mitológicas: un unicornio afectivo, pero con apego seguro. Y ahí está la tragedia: cuando el vínculo es frágil, duele; cuando es sano, sospechan.
Es una guerra interna entre las ganas y el miedo, entre “te quiero mucho” e “igual voy a revisar si esto es real”, entre la entrega y la autoprotección.
Estar cerca sin exponerse
Por eso mirar al otro sin que lo sepa tiene algo primitivo. Es una forma de estar cerca sin exponerse, de tocar sin tocar.
Antes la gente revisaba cartas, preguntaba por terceros, pasaba por su casa “casualmente”.
Hoy lo hacemos desde la cama, con la dignidad a medio cargar.
La lógica es la misma: observar lo que no deberíamos porque mirar se siente más seguro que sentir.
También hay algo de ilusión de control.
Cuando la relación se nos fue de las manos, buscamos reemplazar la pérdida con información: dónde está, con quién aparece, qué publica. Un truco emocional barato para sentir que aún participamos de su vida, aunque sea desde las sombras. A veces stalkeamos para aplazar un duelo.
No queremos aceptar que esa persona ya no es presente, así que la mantenemos viva en cuotas: hoy una foto, mañana una historia vieja, pasado un post que nunca viste.
Dueños de nada, espectadores de todo.
Y claro, está el ego herido. Queremos saber si ya siguió adelante, si está feliz, si encontró a alguien. No porque queramos volver, necesariamente, sino porque duele admitir que el mundo del otro siguió funcionando sin nosotros.
El stalkeo se vuelve entonces una evaluación silenciosa: ¿Cómo está él o ella…y cómo quedé yo en comparación?
Silencio
Pero hay algo más profundo: el silencio. Las personas que stalkean no lo hacen por diversión, lo hacen porque el silencio perfora.
Porque el vacío se siente como una pregunta sin respuesta. Porque el ghosting —esa desaparición sin aviso— detona un infierno interno que otros ni imaginan: la espera que no termina, la incertidumbre que no calma, la sensación de no valer lo suficiente como para recibir un “no quiero seguir”. Ese silencio duele más que la verdad.
Al final, revisamos porque algo en nosotros quedó pendiente. Un vínculo mal cerrado deja pequeñas fugas por donde se escapa la tranquilidad. Y el stalkeo es la maniobra absurda con la que intentamos reparar lo que no supimos despedir. No es racional, no es maduro, no es elegante…pero es profundamente humano.
Nadie stalkea por diversión. Stalkeamos porque alguna parte de nosotros sigue preguntándose: “¿por qué me duele todavía?”.
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