Hoy la ansiedad no solo se siente en el cuerpo: también se cuela en la forma en que nos vinculamos. Desde la infancia hasta la adultez, muchas personas cargan con una alerta emocional que se activa incluso en relaciones sanas. Aquí explicamos por qué ocurre, cómo se siente y qué se puede hacer para cambiarlo… con un toque de humor, porque si no nos reímos, nos descompensamos.

Sí, señoras y señores: tal como vamos, la ansiedad ya no es solo un tema del cuerpo o de la mente…también aparece en la manera en que nos relacionamos. Está en los silencios, en los “después hablamos”, en esas pausas que el cerebro ansioso toma como spoiler del apocalipsis personal. Uno mira alrededor y está todo normal, pero por dentro suena la música de “algo se viene”.

La ansiedad es un estado interno complejo donde cuerpo y mente se adelantan a un peligro que no está ocurriendo, pero que se siente posible. No es solo emoción ni pensamiento: es una mezcla de alerta, anticipación y defensa exagerada. El corazón se acelera, la respiración se acorta, la guata se tensa y la imaginación empieza a trabajar horas extra sin contrato. Es una alarma que aprendió a sonar antes del incendio, un sistema de seguridad que se activa por si acaso, incluso cuando la vida está más tranquila que domingo sin visitas.

Es como tener una organizadora de eventos viviendo en la cabeza: esa persona ultra eficiente que llega antes que todas, prende las luces y pregunta si todo está en orden…aunque no haya nada que ordenar. Una auditora emocional que te ve sentada y te dice: “¿Seguro que no se viene nada? ¿Revisaste todo?”. Y tú, que solo querías descansar, terminas en peritaje interno completo.

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La ansiedad agarra cualquier pausa ¡y listo! Ya convirtió ese silencio en “aquí pasó algo”, y cualquier mensaje tardío lo transforma en tragedia griega. Al punto de hacerte creer que tu humano favorito está en manos de un traficante de órganos y no, simplemente, en un carrete con mala señal. No te está saboteando: aprendió que la calma era frágil y se mantiene en guardia. Es una parte de ti que te estima tanto que nunca apaga el motor…aunque no siempre es necesario andar a máxima revolución.

Ahora el correlato físico habla en su propio idioma. A veces es un nudo en el estómago; otras, una respiración que se acorta como si el cuerpo dijera “mejor prepárate”; o ese hormigueo raro que uno no sabe si es estrés o si se pasó con el café. También está el clásico calor en la cara, el corazón que se adelanta o esa sensación de movimiento interno cuando por fuera estás más quieto que estatua humana del centro. No es peligro: es memoria. Es el cuerpo diciendo “así sobrevivimos antes”. Por eso la ansiedad se siente como alerta mezclada con cansancio, como caminar con los frenos puestos.

Vínculo ansioso

El vínculo ansioso suele formarse cuando, en la infancia, los adultos que cuidaban —mamás, papás, abuelos u otros— querían mucho, pero estaban tan sobrepasados que su forma de estar cambiaba según el día…o según cómo amanecía el país.

Eran personas que se desvivían por su familia, pero vivían con la cabeza llena: plata, pega, pareja, casa, salud. Gente que llegaba en piloto automático, y claro, la paciencia no siempre alcanzaba. El problema no era la falta de amor, sino la inestabilidad emocional: un día ternura absoluta, al siguiente cara larga por algo mínimo.

A veces te decían “cuéntame”, y otras “ya, no empieces”, como si la misma necesidad tuviera dos lecturas distintas. Sumemos el clásico chileno: “no me des problemas”, “mira cómo estoy yo”, “ya po, coopera”. Sin querer, enseñaban que la calma podía quebrarse en cualquier momento y que uno debía estar atento para no empeorar las cosas. Así se aprende a leer tonos, miradas, microgestos…y a vivir con un radar emocional encendido todo el día.

Cuando estas personas se emparejan en la adultez, llevan ese radar incorporado como beneficio no solicitado. Cualquier cambio —una demora, un silencio, un “después hablamos”— activa alarmas internas dignas de película. No porque sean intensos, sino porque su sistema aprendió a detectar variaciones microscópicas.

En la relación suelen amar mucho, pero también con un pie en la alerta: desean cercanía, pero temen incomodar; disfrutan la intimidad, pero no terminan de creer que dure; se ilusionan rápido y se asustan al mismo tiempo.

A ratos se vuelven demasiado disponibles, casi anticipando necesidades ajenas, porque de niños aprendieron que “asegurar el cariño” era una tarea activa. Y cuando sienten distancia, no piensan “esta persona debe estar ocupada”, sino “algo cambió y no me avisaron”. No buscan drama: buscan estabilidad. Pero la alerta antigua les recuerda que hay que estar preparados…por si acaso.

Lo que esto genera en los demás

Y claro, esta forma de vincularse no solo se vive por dentro: también tiene efecto en el otro. A veces, quienes reciben este amor lleno de alerta sienten que están bajo una especie de control de calidad afectiva: cualquier cambio mínimo en su tono o en sus tiempos se analiza como señal de algo grande.

Algunos se sienten halagados por tanta disponibilidad, pero al poco tiempo pueden confundirse o abrumarse; no porque haya exceso de cariño, sino porque sienten que siempre están rindiendo una prueba invisible.

Otros, en cambio, se ponen a la defensiva: interpretan las preguntas como presión, la sensibilidad como inseguridad y la necesidad de claridad como demanda constante.

Y están también quienes, sin mala intención, se acostumbran rápido a esta entrega anticipatoria y empiezan a dar menos de lo que reciben, generando la sensación de que “uno siempre quiere más”.

No es culpa de nadie: es el choque entre una persona que aprendió a amar vigilando y otra que quizás nunca entendió por qué esa vigilancia existía. Así se producen malentendidos, tensiones y conversaciones que suenan más intensas de lo que realmente son, todo por una alerta que nació hace años y que ahora opera en relaciones donde, paradójicamente, nadie quiere hacer daño.

Transformar esta forma de vincularse no se logra a punta de frases motivacionales de TikTok ni de “ya no voy a pensar en eso”. Si fuera tan simple, estaríamos todos iluminados y yo claramente no tendría trabajo.

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Cuando la alerta se instaló temprano, se vuelve hábito del cuerpo. Por eso el cambio empieza con ejercicios pequeños: pausar antes de interpretar, respirar cuando el impulso quiere correr, preguntarse si el miedo es actual o reciclado.

También ayuda practicar la claridad: pedir lo que se necesita sin culpa, decir lo que molesta sin creer que eso es ser “una carga”, preguntar lo que no se entiende antes de armar una teleserie completa en la cabeza.

Elegir relaciones seguras implica rodearse de personas coherentes, que no castiguen la vulnerabilidad ni usen la distancia como táctica emocional. Y, sobre todo, confiar un poquito más en la propia percepción: no todo silencio es abandono, no toda pausa es un problema, no todo cambio presagia desastre. A veces solo es alguien viviendo su vida.

Pero no siempre se puede hacer solo. Cuando la ansiedad aparece incluso en vínculos sanos, cuando el cuerpo reacciona antes que la cabeza, cuando el miedo a perder pesa más que el deseo de estar, la psicoterapia deja de ser un lujo y se vuelve un espacio necesario.

Ahí se puede revisar la historia con calma, entender por qué la alerta se activó tanto y distinguir lo que fue real de lo que quedó pegado internamente.

La terapia permite ensayar nuevas formas de vincularse, fortalecer una seguridad interna que no dependa del ánimo ajeno y aprender a habitar el cariño sin vigilar cada detalle. A veces, sanar este patrón no es amar menos: es amar distinto. Con más descanso, más verdad, más estabilidad…y menos miedo de que el mundo se desarme cuando, por fin, te permites sentirte realmente a salvo.

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