Los recientes y graves casos de corrupción que han salido a la luz en las fuerzas policiales han generado una profunda sensación de desamparo entre la ciudadanía. Estas revelaciones no son incidentes aislados, sino más bien los últimos capítulos de una espiral de deterioro que se ha gestado durante las últimas dos décadas.

Lo que llamamos “crisis de seguridad” en Chile no se relaciona solo con el aumento de la violencia y el crimen organizado. Hay una dimensión institucional que incluso muestra más señales alarmantes que las propias cifras de delitos que tanto escandalizan y aterran a la población.

En efecto, los hechos graves de corrupción por tráfico de influencias que comprometen al director de la Policía de Investigaciones, Sergio Muñoz, son un fuerte golpe a la credibilidad de las instituciones policiales.

Si a esto le sumamos que el general director de Carabineros, Ricardo Yáñez, será formalizado en mayo por su responsabilidad en delitos de violencia contra civiles durante el estallido social, tenemos un cuadro muy complejo, que socava seriamente la credibilidad de las fuerzas policiales y generan incertidumbre sobre la capacidad del Estado para combatir el crimen.

Una imagen debilitada seriamente

Ciertamente, las acusaciones que afectan al director de la PDI son de naturaleza distinta a las que se imputan al general director de Carabineros.

En el primer caso, estamos hablando de delitos individuales de la máxima autoridad de la PDI; y en el segundo, se trata de responsabilidad institucional.

Sin embargo, el efecto es similar: con ambos casos la imagen de las policías se debilita seriamente y entorpece la acción del Estado.

Aun cuando los delitos puedan aumentar, podríamos tener la esperanza fundada en la capacidad de revertir la ola de violencia. Pero si quienes están a cargo son parte del problema, es comprensible que se instale en la ciudadanía una sensación de abandono total.

Un golpe de timón en materia de seguridad

El gran problema es que ambos casos no son aislados, sino los más actuales en una espiral de deterioro desde hace 20 años y con mayor fuerza desde el 2018. Desde hace tiempo hemos visto importantes casos de corrupción tanto en las policías como en las Fuerzas Armadas, con altos mandos procesados por serios delitos.

A pesar de la crisis que se configura en las policías, se abre una importante oportunidad para dar un golpe de timón en materia de seguridad y esperemos que el gobierno sepa aprovecharlo. Es hora de asumir con fuerza y responsabilidad una reforma a las instituciones del orden, la seguridad y también de la defensa.

En efecto, en la discusión en materia de seguridad hay una dimensión muy importante que no ha tenido la relevancia que se requiere. Me refiero a la reforma y modernización de las policías.

Si bien se han realizado avances en materia de dotación policial, equipamiento y protocolos, la falta de énfasis en el mejoramiento de las instituciones policiales es preocupante.

Adecuación de las fuerzas armadas

Por otra parte, ya que se está pensando involucrar a las Fuerzas Armadas en tareas de orden público y seguridad, debemos pensar en adecuarlas a estas nuevas funciones, ya que en la concepción actual que tenemos de ellas, su participación en estas labores puede ser un despropósito con consecuencias muy negativas.

Su adecuación no se implementa solo con un proyecto de infraestructura sino que debemos pensar en las Fuerzas Armadas para los problemas del siglo XXI. Ello incluye su rol en tareas de inteligencia más sofisticadas, así como su participación en otras tareas de la seguridad que ciertamente son distintas a las policiales.

El progresismo debe liderar este cambio de enfoque en la política de seguridad, basándose en evidencia y convicciones sólidas. El gobierno tiene la oportunidad de marcar un rumbo claro en esta materia, promoviendo nuevos liderazgos en las instituciones policiales y anunciando mejoras concretas que garanticen la continuidad de una política de seguridad efectiva en el tiempo.

Es fundamental sentar bases institucionales sólidas ahora para revertir la ola de violencia y restaurar la confianza en las instituciones estatales, un desafío que trasciende los límites de un solo gobierno y que requiere un compromiso a largo plazo con la seguridad y el bienestar de la ciudadanía.

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