En el año 2016 la señal internacional de CNN se vio obligada a lanzar la campaña denominada “Primero la verdad” contra las noticias falsas difundidas por el – entonces- candidato Donald Trump, quien insistía en asociarlas a los medios tradicionales.

El spot mostraba una manzana, y decía que “habrá quienes intentarán convencerte que es un plátano. Puede – incluso que griten: plátano, plátano, una y otra vez. Puede que lo escriban con mayúscula. Y puede que tú empieces a creer que es un plátano, pero no lo es. Esto es una manzana”.

Así, CNN iniciaba una ofensiva de proporciones para contrarrestar el despliegue digital del candidato, quien basó su estrategia en difundir post verdades, verdades a medias o lisa y llanamente noticias falsas, que contribuyeron a su triunfo. A través de facebook envió cientos de mensajes que lograron captar la atención de votantes indecisos y cuya historia conocimos gracias al escándalo de Cambridge Analytics. De cómo el big data, Trump y Facebook rompieron la democracia trata justamente el libro de quien reveló la mala utilización de datos personales en favor del republicano, “La dictadura de los datos” de Brittany Kaiser.

Pero las “fakes news” no son nuevas. Son informaciones diseñadas para hacerse pasar por noticias con el objetivo de difundir un engaño o una desinformación deliberada para obtener un fin político o financiero (Amorós, 2018) y han existido siempre, antes del internet y las redes sociales. Joseph Goebbels, jefe de propaganda del partido Nazi, era abiertamente un defensor de esta estrategia.

La campaña sobre el plebiscito de salida nos alertó sobre la difusión de contenidos que relativizan la verdad, y elevó la alerta a su máxima expresión en los medios tradicionales, varios de los cuales sucumbieron a ellas gracias a la tiranía del tiempo y las redes.

Hay distintos fenómenos que se producen en las redes sociales. Primero la democratización de la información: el poder lo tienen las personas, que usan perfiles con mayor o menor carga de influencia sobre sus seguidores. Segundo: el algoritmo de las redes sociales nos someten a vivir en silos informativos, donde cada uno vive en un mundo hecho a su medida. Las empresas nos ofrecen contenidos personalizados porque cuentan con todo nuestro adn a tan sólo un clic. (Battelle en Del Rey Morató). Así, terminamos compartiendo versiones en un sistema semicerrado, en una burbuja cultural e ideológica que hace de la verdad algo “personalizable” al gusto del consumidor.

Entonces, si nos llega un titular por redes directo al teléfono, sin saber de dónde salió, pero encaja con nuestra visión del mundo, nos importa poco o nada su procedencia. Simplemente lo consumimos, lo compartimos. En este escenario, las rrss son un eficiente medio de propagación de «Fake News» y de generación del efecto del espiral del silencio. Esa es entonces, la principal consecuencia de vivir en la burbuja digital. Pero si además, le agregamos un tercer ingrediente, como es la caída del poder político, y de la confianza en las instituciones y las marcas, considerando que la información no sólo está en poder de los medios.. bingo! compartimos sin reparos lo que nuestros amigos de la comunidad ofrecen, especialmente, si es de alto contenido emocional.

Si vemos la realidad política, el uso de los bots para manipular a la opinión pública, para difundir “fakes” son particularmente utilizados para aumentar la polarización social.

De esta delgada línea entre lo verificable y lo falso se alimentaron los proyectos totalitarios del siglo pasado. Como indicaba Hannah Arendt, en los orígenes del totalitarismo, que el sujeto ideal para un gobierno totalitario es el individuo para quien la distinción entre lo verdadero y lo falso han dejado de existir.

De lo mismo se alimentan los populismos contemporáneos, y se propaga especialmente en territorios donde el miedo al cambio es un factor que aumenta a medida que la gente se atrinchera en su burbuja, perdiendo el sentido de la realidad compartida. (Kakutani, 2019).

Así es como se han producido oleadas de populismo y fundamentalismo en todo el mundo, provocando reacciones de miedo y terror, que se anteponen al debate razonado.

El octubrismo se alimentó de aquello para generar una falsa sensación de mayoría donde las redes sociales jugaron un rol clave en la movilización hacia un discurso de odio y violencia, y cuyos resultados están a la vista.

El populismo no tiene ideología y puede activarse gracias al BIG Data con el que se crean contenidos personalizados para influir en las potenciales víctimas.

Es un deber luchar por la verdad y que las aplicaciones como Facebook, Twitter y WhatsApp – entre otras varias – se comprometan en la misma dirección: en limitar los contenidos que no pueden ser verificables, o las campañas masivas de difamación. Zuckerberg lo dijo: “Creo firmemente que Facebook no debería ser el árbitro de la verdad de todo lo que la gente dice en línea”, sin embargo, a estas alturas es un deber propiciar la creación de ciudadanos críticos y reflexivos que cuenten con información verdadera.

El debate razonado no puede seguir siendo capturado por la sabiduría de la turba, porque en este punto no sólo estamos en presencia de noticias falsas sino de ciencias falsas – como indica Kakutani en su artículo “Ethic”- de negacionistas del cambio climático y terraplanistas, pero especialmente frente a servicios de automatización de bots de falsos “me gustas” dispuestos al saqueo de la verdad.

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