El resultado es paradójico: una regulación diseñada para proteger termina afectando al propio consumidor. Las empresas reducen su comunicación con clientes morosos y la mora crece, encareciendo finalmente los servicios para todos.

La Ley del Consumidor busca equilibrar las relaciones entre empresas y consumidores. Garantiza derechos tan esenciales como la libre elección, intimidad, la seguridad, la calidad del servicio, la información veraz, el acceso expedito a la cuenta o deuda, y la posibilidad de ponerse al día sin ser hostigado ni sorprendido.

En teoría, todos ganan: el consumidor se protege, la empresa tiene reglas claras y el mercado funciona con confianza.

Sin embargo, cuando las políticas públicas se implementan tarde, mal o nunca, el resultado no es la protección del consumidor, sino su desprotección. En Chile, hoy existe un preocupante ejemplo de arbitraje regulatorio y falta de coordinación entre las autoridades encargadas de proteger nuestros derechos. Y sus efectos ya están golpeando la cadena de pago de múltiples sectores.

Imaginemos una escena cotidiana: el colegio de su hijo o la clínica donde tiene una cirugía programada le informan que los precios subirán próximamente. ¿La razón? Aumentó la morosidad. Pero no porque las familias no quieran pagar, sino porque las empresas tienen dificultades para contactarlas, recordar el estado de la deuda o acordar una solución de pago. Suena absurdo, pero ocurre por vacíos regulatorios perfectamente evitables.

Todo parte con la Ley Anti-Hostigamiento (2021), que tras la pandemia estableció principios claros para las gestiones de cobranza: respeto a la privacidad, integridad psíquica y proporcionalidad en los contactos. La norma exige que cada llamado quede registrado, que no se realice más de un contacto efectivo (llamado contestado) por semana y que se informe con detalle el monto adeudado, sus intereses, gastos y opciones de pago.

Pero lo más importante —el Reglamento que debía fijar la forma y condiciones de cumplimiento— aún no se dicta. Casi cuatro años después, el Ministerio de Economía volvió a someterlo a consulta pública prácticamente sin cambios. En los hechos, la ley está vigente, pero las empresas no pueden aplicarla plenamente porque el Ejecutivo no ha hecho su parte.

Mientras tanto, en otra vereda, el tratamiento de las llamadas comerciales y promocionales ha seguido un camino muy distinto. En 2019, el Sernac lanzó la plataforma “No Molestar”, un sistema para que los consumidores pudieran suspender llamadas publicitarias y mensajes no deseados según el derecho que les confiere la propia Ley del Consumidor. Era un ejemplo de articulación pública – privada entre derechos ciudadanos y competencia empresarial.

Sin embargo, en los últimos dos años, las denuncias por incumplimientos se han más que triplicado, sin que la autoridad responsable haya adoptado medidas correctivas efectivas, limitándose a anunciar “mesas de trabajo” con nulo impacto según las cifras oficiales.

Y lo más sorprendente: frente a esta inacción, Subtel decidió intervenir, pero sin distinguir entre publicidad y cobranza. A través de un decreto interpretativo, estableció un mismo sistema de prefijos telefónicos para ambos casos, como si invitar a un cliente a una oferta comercial fuera lo mismo que recordarle una deuda vencida. En la práctica, esto mezcló dos regímenes legales tutelares opuestos: el derecho del consumidor a no ser molestado y el deber del proveedor de informarlo sobre su mora y forma de renegociarla.

El resultado es paradójico: una regulación diseñada para proteger termina afectando al propio consumidor. Las empresas reducen su comunicación con clientes morosos y la mora crece, encareciendo finalmente los servicios para todos.

La lección es clara. En materias tan sensibles como las relaciones de consumo, la certeza y coordinación regulatoria no es un lujo, es una necesidad para el adecuado y transparente funcionamiento de la economía. Sin ella, los derechos se vuelven letra muerta y las reglas del juego cambian sobre la marcha, afectando la previsibilidad, la confianza y la estabilidad de los mercados.

En definitiva, cuando el Estado no implementa a tiempo las políticas que él mismo diseña, el costo no lo asume la autoridad: lo pagamos todos los consumidores.