No era la primera vez que Trump y Putin se veían las caras directamente; había ocurrido seis veces antes, con particular profundidad en Helsinki (2018) y la última vez en Osaka (2019).

La leyenda cuenta que después que Dédalo construyó el laberinto, que le mandó a construir el rey Minos -y del que después escapara junto a su hijo Ícaro mediante unas alas que este quemó al volar al sol- el héroe Teseo se enfrentó al Minotauro de Creta, logrando salir de la trampa provista del hilo de Ariadna.

Otro tipo de ovillo geopolítico fue enunciado precozmente por Samuel Huntington en su afamado *Choque de civilizaciones* (1996) al referirse a Ucrania como un país fracturado entre el noroeste alineado con Occidente y el sureste pro-ruso. Para ese entonces planteaba para Ucrania opciones multiviarias:

    a) se integraba a Europa, no sin conflictos de menor a mayor intensidad;

    b) se separaba en dos secciones siguiendo la línea de fractura civilizacional con una parte en la Unión Europea y otra en la Federación rusa;

    c) o se mantenía unida e independiente bajo cierta cooperación con Rusia reconocida como poder dominante.

Desde la revuelta del Euromaidan en 2013, Kiev decidió el primer camino europeísta. El 22 de febrero de 2022, Putin apostó a una operación militar relámpago para reemplazar a las autoridades ucranianas por políticos dóciles a las decisiones del Kremlin. Al fracasar, se convenció de una guerra más larga y de desgaste para escindir a Ucrania. Europa y Joe Biden respaldaron al país invadido. Después de casi 3 años de guerra, Trump aseguró que podía enfrentar al Minotauro bélico de ese laberinto borgeano y alcanzar la paz.

Alaska: escenario de poder y nostalgia imperial

En Alaska, el Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, aprovechó la expectación mediática para recordar a su base electoral que él sería el pacificador que culminaría dicho conflicto armado, confirmando su sitial protagónico en los asuntos globales. Esta última pulsión era compartida con Putin, quien considera el colapso de la Unión Soviética en 1991 como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, luego de lo cual las fronteras habrían quedado indefinidas. De hecho, su ministro de Relaciones Exteriores, Sergei Lavrov, presentó su propia versión del lema MAGA (“hacer grande América de nuevo”), arribando a Alaska de polera con las iniciales de la Unión Soviética en ruso (CCCP).

Podríamos decir que una nostalgia imperial flotaba en el ambiente de un lugar que recordaba al imperialismo zarista y al expansionismo estadounidense post Guerra Civil. Una psiquis imperial que combina melancolía de grandeza con la firme creencia de seguir imponiéndose a estados vecinos pequeños.

De ahí que el lugar que albergó la cumbre de Alaska fuera un territorio colonizado en época de Catalina II “La grande”, zarina que anexó Crimea en 1783 y que incorporó a su imperio en 1792 la orilla este del Dniéster. Alaska fue comprada por el secretario de Estado Seward, bajo la presidencia Andrew Johnson en 1867, y ya a mediados del siglo XX era evidente su cualidad estratégica militar. En el conflicto bipolar sirvió como base de radares de alerta temprana ante arremetidas soviéticas, mientras en las distopías de Tercera Guerra Mundial Alaska era el teatro de operaciones.

Trump y Putin frente a frente

No era la primera vez que Trump y Putin se veían las caras directamente; había ocurrido seis veces antes, con particular profundidad en Helsinki (2018) y la última vez en Osaka (2019). Pero el del viernes 15 de agosto pasado tuvo un sabor especial. Se trataba de construir confianzas después de 3 años y medio de guerra en Ucrania y de sanciones unilaterales. Se suponía que el contacto personal permitiría limar las asperezas de las abisales divergencias suscitadas por el conflicto armado.

Los objetivos sobre el guion eran contrapuestos. Para Trump, concluir la guerra, cumpliendo la inflada promesa de campaña de lograr la paz en 24 horas. Putin, en cambio, se ha propuesto ganar la guerra aun si toma tiempo, cumpliendo su meta de reconstruir una zona de influencia en su “extranjero próximo” que debía ser reconocido por Occidente. Lo anterior equivale a desmilitarizar Ucrania, rechazando que sea parte de la OTAN, percibida como una amenaza existencial para Moscú, como advirtiera antes de la guerra el politólogo realista ofensivo John Mearsheimer.

El otro pilar de Occidente, el Viejo Continente, demandó que cualquier tipo de negociación no podía desentenderse de quien había sufrido más directamente el conflicto bélico: Ucrania, por lo que no se podía llegar a ningún acuerdo sin Kiev. La conflagración está en su frontera, y el acercamiento Trump-Putin resucitó recuerdos traumáticos como el de Múnich en 1938, cuando se entregaron los sudetes al Führer, sin consulta a Checoslovaquia, aunque igual fue invadida más tarde por el Tercer Reich. Los diarios europeos también aludieron a Yalta en 1945, donde Roosevelt y Stalin, más Churchill, decidieron el destino de Europa Continental sin representación de la misma.

Moscú, cuya recompensa inmediata era escenificar el fin del aislamiento occidental con una foto de apretón de manos -que logró plenamente-, además de buscar el levantamiento de sanciones económicas a la brevedad, sigue pretendiendo retener territorios ucranianos que ya controla (Crimea, Donesk, Lugansk, Jersón, Zaporiyia) y ha incorporado a su Federación.

Desde luego, Kiev está en la antípoda, ya que constitucionalmente no puede ceder territorio, buscando participar en futuras negociaciones en las que espera comparezcan sólidas garantías de seguridad como la membresía OTAN.

El encuentro y la incertidumbre

Trump, quien intenta bascular entre las posturas excluyentes descritas, como queriendo resucitar la vieja fórmula “tierra a cambio de paz”, logró asomar la opción de un diálogo aún incierto. Pero aquello es un verdadero laberinto borgeano, por lo que decidió rebajar expectativas, refiriéndose a un “25% de posibilidades de fracaso” e insistiendo que se trataba de un encuentro preliminar al que quizás seguiría otro tripartito con Zelensky.

La alfombra roja en la base Elmendorff-Richardson inició el encuentro con todas las garantías de seguridad presidencial, aquellas que las últimas sedes de las cumbres BRICS no pudieron ofrecer. Sonrisas distendidas dieron paso a una reunión a puertas cerradas con los más estrechos colaboradores. Después de 3 horas comparecieron ambos líderes ante la prensa sin responder preguntas ni anunciar resultados concretos, excepto que se habían producido avances, aunque quedaban cabos que atar.

Trascendió que Putin habría demandado que Ucrania renunciara Crimea, el Donbas (Donetsk y Lugansk) así como a integrar la OTAN antes de congelar el resto de la línea del frente bélico. Al final, el presidente ruso profirió un optimista “la próxima vez en Moscú” con el mismo talante mesiánico de la vieja promesa de año nuevo judío “el próximo año en Jerusalén”.

Trump se apresuró a convocar a Washington al presidente de Ucrania este lunes, aunque para prevenir la bochornosa entrevista de febrero en la que fue reprendido por el vicepresidente estadounidense Vance, Zelensky fue acompañado por una formidable delegación europea: el canciller alemán, Friedrich Merz; el presidente francés, Emmanuel Macron; la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen; la primera ministra italiana, Giorgia Meloni; el premier británico, Keir Starmer, y el secretario general de la OTAN, Mark Rutte. El Presidente de Estados Unidos insistió en posteos y entrevistas previas y posteriores que Ucrania debía hacer concesiones.

En la reunión coral, Macron manifestó que la Europa Unida debía ser invitada a las negociaciones entre Putin, Zelensky y el propio Trump. El premier británico, el canciller alemán y la jefa de Comisión Europea coincidieron que lo central son las garantías de seguridad para Ucrania, a las que también el Viejo continente concurriría. Eso parece ser parte del nudo gordiano: ¿cómo comprometerse con la inviolabilidad de Ucrania sin que sea parte de una OTAN que obliga a la defensa colectiva?

Aunque se han especulado opciones, el anfitrión solo apuntó que quedaban un par de semanas para saber si las tratativas eran acogidas por Putin, aunque adelantó la oferta de dos encuentros: uno inicial entre los dos contendores directos, seguido por otro tripartito con Trump, sin necesariamente la presencia europea.

En lo concreto, Moscú solo admitió que dichas instancias debían prepararse con sumo cuidado, prolongando la incertidumbre acumulada. Al fondo un verdadero laberinto minoico, sin el hilo de Ariadna a la vista para salir.