El caso Durán debería ser un espejo incómodo para el mundo evangélico en Chile. No basta con señalar a un líder caído; el problema es también estructural.
En abril de 2019, el entonces obispo evangélico Eduardo Durán Castro renunció a su cargo en medio de un escándalo mediático y eclesiástico que incluía acusaciones de enriquecimiento ilícito, uso indebido de fondos y conflictos personales dignos de una telenovela. Para algunos, aquello confirmó lo que siempre habían sospechado: que la fe proclamada desde el púlpito no siempre se refleja en la vida cotidiana. Para otros, fue la excusa perfecta para reavivar una antigua pregunta concerniente a la teología moral: ¿puede un cristiano ser salvo y actuar mal?
En la tradición cristiana, “ser salvo” significa estar reconciliado con Dios por medio de la fe en Jesucristo, con la promesa de la vida eterna. “Actuar mal”, en cambio, implica realizar acciones contrarias a la naturaleza moral de una persona. Desde esta perspectiva, la ética surge como una ciencia que remite al ideal de orientar nuestros actos hacia el bien, cultivando virtudes como la honestidad, la generosidad, la compasión y el sentido de la justicia, lo que comúnmente solemos resumir en la expresión: “ser buena persona”.
En este sentido, surge una tensión fundamental: ¿qué ocurre cuando líderes religiosos presentan la salvación como un acto de gracia completamente desvinculado de las obras? Tal planteamiento abre la puerta a una peligrosa ambigüedad, donde la moralidad cotidiana se percibe como opcional o, peor aún, como un accesorio para quienes creen haber “asegurado” ya su lugar en el cielo.
El caso del ex obispo Durán evidenció esa fractura. Durante años, gozó de prestigio y autoridad espiritual; para sus feligreses era un “hombre de Dios”. Sin embargo, las denuncias sobre su vida personal y financiera generaron una grieta profunda en la confianza pública hacia el liderazgo evangélico. No se trata solo de la caída de un líder —todos somos humanos y susceptibles de errar—, sino de reflexionar hasta qué punto la fe puede haberse divorciado de la ética. El mensaje implícito que deja este tipo de situaciones es inquietante, porque parece que se puede ser deshonesto y, aun así, mantener intacta la salvación mientras se conserve la confesión de fe.
La trampa del “vale más ser salvo que ser buena persona”
Gran parte de la teología protestante, en su vertiente más radical, enfatiza que la salvación es por gracia y no por obras. Esta afirmación es bíblicamente correcta, pero pastoralmente peligrosa, sobre todo cuando se convierte en un cheque en blanco para la incoherencia moral. En tal contexto, la pregunta “¿vale más ser salvo que ser buena persona?” se responde con un cómodo: “sí, vale más ser salvo, por supuesto”, aunque se reduzca la salvación a un estatus espiritual desanclado de la vida práctica.
A pesar de esto, dicho enfoque empobrece el Evangelio y lo convierte en una transacción espiritual, puesto que tú declaras fe, Dios te da salvación, y la transformación del carácter queda como un bonus opcional. Bajo esa lógica, el liderazgo se vuelve más un cargo de influencia que un testimonio vivo, y la comunidad cristiana pierde credibilidad como espacio de integridad.
La paradoja es que, en la Biblia, salvación y carácter son inseparables. Jesús no solo salvó, también llamó a vivir de un modo radicalmente distinto. El Sermón del Monte no es una exhortación opcional para almas ya redimidas, sino la hoja de ruta del Reino. Sin embargo, la obsesión institucional por la ortodoxia doctrinal ha relegado a un segundo plano la ortopraxis, la coherencia entre lo que se cree y lo que se vive.
Cuando la salvación se vuelve un salvoconducto
En el imaginario popular, la figura del “salvo pero no santo” es más común de lo que parece. El caso Durán no es aislado: líderes de distintas tradiciones religiosas han caído en escándalos. En Chile, esta situación se enmarca en un contexto donde el crecimiento evangélico ha ido acompañado de un aumento del poder político y económico. El púlpito se ha extendido a la tribuna política, y el mensaje de salvación ha adoptado los códigos del éxito empresarial.
El riesgo de esta mezcla es que el capital simbólico de la salvación se utilice como legitimación social. “Soy salvo” se convierte en un escudo contra cualquier crítica, blindando la reputación incluso cuando las acciones contradicen el mensaje. Así se alimenta la ilusión de que la salvación es un bien privado, una póliza celestial sin consecuencias prácticas en el trato con el prójimo, la administración de recursos o el ejercicio del poder.
No obstante, la teología cristiana más lúcida —desde Pablo hasta Bonhoeffer— insiste en lo contrario, la salvación auténtica produce frutos visibles. Jesús mismo afirmó: “Por sus frutos los conoceréis”, no como un eslogan moralista, sino como recordatorio de que la fe se encarna en obras de amor y justicia.
¿Y si ser buena persona fuera inseparable de ser salvo?
La dicotomía entre ser buena persona y ser salvo es, en gran medida, artificial. La salvación, entendida como reconciliación con Dios, debería implicar inevitablemente un cambio de vida. No se trata de un perfeccionamiento moral por esfuerzo propio, más bien de una transformación que fluye de la experiencia que otorga el Espíritu Santo. La salvación debería hacernos “buenas personas” en el sentido más profundo, aunque esa bondad sea imperfecta y en desarrollo. Así, una salvación sin bondad es sospechosa, y una bondad sin apertura a lo trascendente corre el riesgo de quedarse en mero humanismo. La fe y la ética no son rivales, en realidad, son aliadas.
El desafío para la iglesia chilena
El caso Durán debería ser un espejo incómodo para el mundo evangélico en Chile. No basta con señalar a un líder caído; el problema es también estructural. Es necesario cultivar una cultura eclesial que forme líderes con carácter antes que carisma, y que mida el éxito por la integridad más que por las cifras. En otras palabras, no se debe confundir gracia con permisividad.
La Iglesia necesita recuperar la noción de que la salvación no es un producto que se “entrega” desde el púlpito, al contrario, trata sobre una vida nueva que se cultiva en comunidad. Esto requiere creyentes críticos, capaces de cuestionar a sus líderes cuando sus vidas contradicen el Evangelio, y comunidades dispuestas a renunciar a la idolatría del poder, incluso cuando parezca útil para “ganar almas”.
Entre la cruz y la reputación
El obispo Durán seguirá siendo una figura divisiva: para algunos, un líder injustamente expuesto; para otros, el símbolo de un liderazgo fallido. Pero más allá de su caso, queda una pregunta clave: ¿qué valor tiene la salvación si no transforma la vida? Según la ortodoxia cristiana, ser buena persona no basta para salvarse, pero si la salvación no nos hace mejores personas, quizá no sea la salvación que Jesús predicó.
En una sociedad donde la fe se reduce a un sentimiento y la moral se negocia como moneda de cambio, la respuesta más honesta es volver a lo esencial: la cruz de Cristo. No como adorno de autoridad, más bien como un llamado a morir al ego para vivir para Dios y para el prójimo. Esa es la paradoja del Evangelio, ser salvos y ser buenas personas no son caminos separados, sino un mismo viaje.
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