En el marco del actual proceso constitucional, concluida la primera etapa con la elaboración de una propuesta de borrador por parte de la Comisión de Expertos, y realizada la primera revisión, esta vez por los consejeros, se ha dado paso a la presentación de enmiendas, destinadas a expresar las orientaciones que cada bloque desea plasmar en una futura carta magna. Por lo mismo, este es el momento en que se puede determinar qué es lo que efectivamente busca cada sector político como modelo de sociedad.

En este contexto, algunas de las enmiendas presentadas por consejeros republicanos llaman especialmente la atención. Entre ellas, es importante analizar la que pretende determinar que los tratados internacionales de derechos humanos tengan una jerarquía inferior a la que corresponde a la Constitución. Una serie de consideraciones hacen que esta intención sea particularmente peligrosa para el objetivo de constituir un Estado efectivamente democrático.

Quizás sea conveniente partir recordando que, en la actualidad, la atribución del poder soberano al pueblo es un principio que no se pone en duda. Esta soberanía se refleja, en lo externo, como el actuar independiente de cualquier potencia extranjera; y, en lo interno, como la facultad del Estado de fijar su propia legislación mediante la regla de mayoría.

Por otra parte, se debe recordar que el constitucionalismo, desde sus inicios, se levantó como una forma de asegurar las prerrogativas de las personas frente al poder del Estado. En los sistemas monárquicos tradicionales, en que el gobernante poseía por sí mismo el conjunto de la soberanía, esto significaba una protección que el individuo podía invocar frente al arbitrio de su poder.

En este sentido, el constitucionalismo democrático introduce una diferencia de gran importancia. Si el poder se origina en la decisión mayoritaria, la protección al individuo deviene en un límite no sólo de la soberanía como concepto, sino también del derecho que posee la mayoría para adoptar determinadas decisiones, en tanto afecten ciertos espacios que se consideran intocables, por formar parte constitutiva de la dignidad humana.

Este es un concepto que se debatió largamente. Sin embargo, la experiencia de los horrores de la Segunda Guerra Mundial significó un hito a partir del cual se reconoció que, de manera universal, los derechos humanos son infranqueables para cualquier sistema político. Por lo que toda expresión de organización estatal democrática debe contemplar tanto la forma en que la mayoría podrá expresar libremente sus preferencias como los límites a los que quedará sujeta para no transgredir estos principios. Esos límites deben reflejarse en las normas que los declaren, así como en los mecanismos que el Estado desplegará para su protección, única forma de darles efectiva realidad.

Así, desde mediados del siglo XX se inició el proceso de construcción del sistema internacional de protección de los derechos humanos, así también de los sistemas regionales, en nuestro caso el interamericano. Estos sistemas se construyeron a partir de tratados internacionales que fijaron normas en que se consagraban los derechos de las personas y la creación de organismos que, junto con servir de instrumento multilateral para el mantenimiento de la paz y la seguridad, impulsaron medidas para asegurar esos derechos.

Así, en ese periodo se levantan organismos como la Organización de Naciones Unidas o la Organización de Estados Americanos y, al tenor de diversos tratados, órganos especializados de protección, como la Corte Penal Internacional, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por dar algunos ejemplos.

Lo notable de este proceso es que no ha constituido en modo alguno un desconocimiento de la soberanía que corresponde a cada Estado sino que, por el contrario, ha operado sobre la base del ejercicio de dicha soberanía, por cuanto son los propios Estados, a través de sus mecanismos internos los que deciden adherir a un determinado tratado, aceptándolo como obligatorio. Lo mismo puede decirse en cuanto a la incorporación a cualquier organismo internacional.

Esta es una realidad insoslayable para cualquier país que no quiera verse separado de la comunidad internacional, con todas las consecuencias que de ello se derivan. Tanto es así que incluso la Constitución de 1980 ha contemplado desde su primera versión, impuesta por la dictadura sin las mínimas condiciones democráticas, una norma de incorporación de los tratados internacionales que versan sobre derechos humanos. Ese es el sentido del artículo 5°, que en su inciso segundo dispone que:

“el ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto de los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana, determinando, a propósito del deber del Estado para su respeto y promoción, que sus fuentes son la propia Constitución y los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”.

Por otra parte, esta norma se asocia con un procedimiento estricto para que el Estado determine su decisión de adherirse a un tratado internacional, en que la iniciativa corresponde a la o el Presidente de la República, quien los acuerda y suscribe, pero que sólo se consolida con la aprobación por el Congreso, paso previo a la ratificación. De este modo, los tratados de los que Chile forma parte son aquellos que han contado con la aprobación de los representantes del pueblo a través de los mecanismos que la propia Constitución establece.

Es claro, entonces, que cuando el Estado de Chile ratifica un tratado está expresando su decisión de aplicarlo efectivamente. Lo anterior requiere que los poderes del Estado consideren estas normas en cada una de sus decisiones y que, cuando ello sea necesario, se dicten normas internas destinadas a adecuar la legislación a estas obligaciones internacionales libremente asumidas por el Estado.

Expuesto lo anterior, cuesta entender el propósito de las enmiendas propuestas en esta materia por el Partido Republicano dentro de un orden democrático. Porque si reconocemos que los derechos humanos son un límite al poder del Estado y que merecen protección; si consideramos que el Estado puede, a través de sus propios mecanismos para ejercer la soberanía, obligarse con la comunidad internacional de la que forma parte en materia de derechos humanos; si sabemos que esta decisión del Estado solo se otorga por acuerdo de los órganos elegidos democráticamente por el pueblo para regir los destinos del país; y si estamos de acuerdo en que esos derechos son el mínimo necesario para vivir en comunidad respetando la dignidad humana de todas y de cada una de las personas que conforman nuestro país, entonces ¿Qué se pretende poniendo obstáculos para la protección de estos derechos?.

¿Quieren que el Estado no esté obligado a respetar los derechos humanos? ¿Quieren que el pueblo no pueda consagrar la protección de esos derechos en el orden internacional a través de tratados acordados por los órganos democráticos? Si ese fuera el propósito, se trata de un intento que nos pone fuera del concierto internacional en momentos en que el mundo requiere más que nunca una acción común frente a los desafíos del futuro.

Confiemos y trabajemos para que ninguna de estas propuestas inaceptables para una sociedad democrática finalmente pueda prosperar, puesto que la irrupción de normas constitucionales con un contenido tan regresivo, son una peligrosa amenaza real para la democracia y la dignidad de las personas.