Historia de un rallador de queso o por qué deben decidir las propias comunidades lo que es su Patrimonio Cultural.

Varios años después de la muerte de mi “nonna” (abuela), nuestra madre nos dio a elegir algún objeto como recuerdo.

Vitrinas con vidrios biselados, un par de gobelinos de grandes dimensiones, objetos de vidrio de Murano, una pintura de principios del sXX y porcelanas eran parte de lo que podíamos elegir en una casa que reunía cosas que se fueron sumando en más de 70 años.

Recuerdo que recorrí la casa haciendo a memoria, dejando que afloraran vivencias, sensaciones mientras miraba con atención y mucha calma, con mucho tiempo. Había cosas que me seducían por su belleza, otras por lo que podría hacer con ellas, o por el valor material que tenían.

Me paseaba mirando pero nada me “tocaba”, me traía vívida a mi “nonna” al presente… Así, llegué a la cocina, donde ella era una reina: fue una gran cocinera, y, al estar ahí, recordé sus lasañas, ravioles, canelones, capeletis, mientras mi mirada se posaba en un rallador de queso.

Era (es) un objeto de madera bastante rústica, con una hojalata perforada en la parte superior y un cajón para recibir el queso rallado.

Era “su” rallador, ese que usaba justo antes de servir las pastas. Un rallador que, en ese momento, debe haber tenido 50 años o más.

Me acerqué, lo toqué y lo recorrí acariciándolo. Al abrir el cajón salió de su interior un profundo aroma a queso de rayar.

Mi elección estaba tomada. A mi madre le costó entender mi decisión, pensando que era un acto de rebeldía o de menosprecio. Todo lo contrario. Yo amaba a mi “nona” y ese objeto es el que mejor la representa.

Supongo –como lo vi en una situación similar años más tarde- que si la situación la hubiese resuelto un “especialista” (un tasador, un anticuario), el rallador habría pasado desapercibido.

El Patrimonio, lo que nos rememora algo o a alguien, lo que refuerza nuestra identidad, no es cosa sólo de “especialistas”. También tienen que ver con afectividades, con sentimientos, vivencias, factores en los que son fundamentales los propios actores involucrados.

En otras palabras, tal como a mí me pasó con el rallador de queso, que pude elegirlo libremente, son las comunidades las que deben elegir lo que consideran “su” patrimonio cultural.

No faltará quien diga que el valor que yo le doy al rallador no será el mismo que le darán mis descendientes. Es cierto, pero la valoración que ellos le den dependerá de lo que yo haga al respecto y es evidente que el Patrimonio Cultural es algo vivo, dinámico, que debemos estar revisando, reclasificando, revalorando, teniendo presente que son bienes no renovables. Es decir, es preferible equivocarse protegiendo que lamentar después pérdidas irrecuperables.