Este jueves 11 se estrena “Sapo”, el segundo largometraje de Juan Pablo Ternicier (“3:34 Terremoto en Chile, 2011”). La cinta, ganadora del último Sanfic13 en la Categoría de Cine Chileno, está contextualizada durante la dictadura de Augusto Pinochet, y si de antemano se le puede criticar la recurrencia de un tema que parece algo visto y revisto en muchas otras producciones locales, “Sapo” se desmarca de la autoridad moral que gran parte de estos títulos presentan, y explora la crudeza de las relaciones interpersonales de una manera más íntima y menos activista.

La historia se centra en el ficticio periodista Jeremías Gallardo (encarnado por Fernando Gomez-Rovira), un reportero de tribunales de Canal 12 (vaya, vaya) que cubre la ejecución de dos ex carabineros acusados por crímenes en lo que sería el célebre caso de los Psicópatas de Viña del Mar, de 1985. A Gallardo se le permite entrevistar a los condenados Sagredo y Topp Collins, así como también asistir al fusilamiento de ellos. Mientras, en Santiago, su esposa Soledad (Loreto Aravena) está a punto de dar a luz. Es en ese camino de regreso a la capital, en su propio auto en la carretera, y en constante comunicación sobre el acontecer de su creciente familia, que Jeremías rememora su propio pasado.

Es así como Gallardo revive su ingreso a Canal 12, su contacto con Santiago (Mario Horton), un periodista más joven y contestatario, envuelto en una cruzada personal acerca de la verdad sobre los sucesos que los medios esconden. Un nivel de compromiso elevado con una resistencia que parece más bien el esfuerzo de unas personas entusiastas que de una operación organizada. De esa manera, la sala de prensa de Canal 12 involucrará a estos dos personajes que tienen sus propias agendas.

Sin entrar en detalles de la trama, los puntos que se pueden trazar en las historias, tanto la ficticia como la que la inspira, son evidentes para quienes conocen el contexto. Es la exploración de la subjetividad y el impacto de los últimos acontecimientos (el fusilamiento de los psicópatas) el detonante de una introspección, no sobre el bien y el mal, sino sobre la persona misma. La forma, un encierro espacial y visual característico de la intimidad retratada en el cine chileno, ayuda a subrayar el sentido piadoso que el espectador pudiera sentir hacia Jeremías, principalmente por un presente y un futuro inciertos (Lo que Pablo Corro llama las “poéticas débiles”).

“Sapo” es una historia sobre acciones y pesares, pero también sobre trayectos, y hacia donde conducen esos caminos. Los silencios crean un espacio reflexivo que circulan entorno a los niveles (en cuestión) de fortaleza de Jeremías. Su expresividad dubitativa levanta la pregunta acerca de las reales razones de cómo llegó a estar envuelto en lo que está, si sus convicciones son tales, o si sólo es funcional a las dinámicas de poder. Esa conjugación de emociones, bien comprimidas en una representación taciturna, juega con los conflictos internos, los inquietos diálogos que debe tener y que son silenciados para nosotros los espectadores, que si bien la película los aborda a un nivel íntimo, lo hace siempre con una distancia que logra una apreciación sutil, pero envolvente.

En este sentido, “Sapo” retoma un elemento interesante, pero desde el protagonista: el empleado de policía secreta a cargo del trabajo sucio. Esto ya ha sido atendido de manera muy tangencial en “El Baño” (Gregory Cohen, 2003) o “Cabros de Mierda” (Gonzalo Justiniano, 2017), pero nunca como motor fundamental de la historia, oportunidad que Sapo distribuye muy bien durante todo el relato. Si bien no es una película facilista (Como “Cabros de Mierda”), sí logra tocar las teclas necesarias para entender el por qué de Jeremías.