Esta breve está centrarla en explicar manera simple y clara la confusión que se ha despertado (siempre estuvo, pero hoy aflora con más fuerza en las decisiones constitucionales de la Comisión 7) con respecto a la errónea dicotomía entre el derecho de autor o derecho moral y el bien público o procomún.

Por Samuel Toro

Este tema es complejo históricamente en la mayoría del mundo. Sin embargo no es complejo, al menos de ejemplificar, en relación a una generalidad (por ahora) de lo que se ha entendido, defendido y dado como realidad en los procesos de resguardo, o intercambio cultural a lo largo de los procesos de creación y conocimiento en todo lo que nos ha sido heredado gracias (y que utilizamos, gozamos, alteramos, producimos, etc.) a la experiencia y descubrimiento “rizomático” en toda la experiencia de creación humana conocida.

En un mundo ideal -para la mayoría quizá utópica- todo lo que inventamos, creamos, no tendría un problema dentro del concepto del derecho si en esa realidad no existieran problemas o desigualdades económicas y tampoco (que son agregadas a estas) en la necesidad individual de reconocimiento. En ese mundo posible no habría discusión por el problema económico que involucra el derecho de autor, pues sería innecesario en ese sentido; tampoco, pero más complejo, sería el que me reconozcan como el creador o inventor de algo mientras viva en armonía con el contexto cultural que todos y todas estaríamos construyendo. Por ende el concepto legal y jurídico de derecho de autor no tendría sentido en ese mundo (hay ejemplos de sociedades y culturas ancestrales que han vivido así, pero en pequeños grupos).

Pero nuestro mundo, nuestra realidad es otra. La principal es económica, y ésta acarrea dos vertientes bastante opuestas (con matices obviamente): una es de quienes usufructúan del conocimiento en beneficio empresarial y han hecho ricos y ricas a variedad de creadores a cambio de una supuesta protección, que en realidad es un interés sobre los réditos excesivos que se dan a favor de la industria.

La gran mayoría de las y los creadores no reciben parte relevante de esas tajadas. Esto tiene una tradición de siglos, por eso se ha naturalizado. Esta situación se ha agudizado desde los inicios de Internet por cuestiones obvias en relación a la distribución y formas de compartir mucha información a través de la red, lo que las industrias monopólicas clásicas que no cambiaban su lógica de siglos se vieron en problemas. Una cosa importante, en este punto, es que durante todos estos siglos (sobre todo desde la revolución industrial) estas empresas han sido muy persuasivas con las y los creadores de conocimiento para hacerles entender que la única forma de proteger sus intereses personales, o sea autorales/morales, es y ha sido a través de imposiciones de protecciones rígidas. Estas imposiciones han enriquecido a las grandes industrias culturales y de la información y divulgación científica. Las y los autores, con suerte han recibido réditos -al menos quienes logran mucho reconocimiento-, los cuales nunca, hasta el día de hoy, han llegado al nivel de ganancias de las industrias que han promulgado esto.

Es una falacia creer que con solo la protección autoral a raja tabla se logra innovación, divulgación y crecimiento cultural (como proponen algunas normas muy simples presentadas en la Comisión 7). También, con todo respeto a quienes no sepan esto, es una ignorancia histórica de omisión, pues si se estudia sobre ello se ve de inmediato que los progresos culturales en todas las materias del conocimiento han sido en lugares donde las relaciones de intercambio han sido muy elevadas (biblioteca de Alejandría, Venecia en el XVIII, vanguardias históricas del XIX y neo vanguardias de mediados del XX, como ejemplos clásicos).

El problema, en nuestra generación, se inició con el acelerado proceso tecnológico que se dio a mediados del siglo XX y que se intensificó un par de decenios después de formas cada vez más cotidianas. Los primeros programadores no conocían el problema de bien común en relación a mejorar los sistemas y los avances y descubrimientos que hacían en sus versiones cada vez más nuevas y veloces en la materia. Fueron, nuevamente, industrias (empresas actualmente) quienes comenzaron a ver tanto rédito futuro en eso que, a fines de los 60, comenzaron a poner restricciones en la autoría de los programas para poder venderlos y cobrar por las actualizaciones que antes se daban de forma espontánea entre programadores. No pocos de estos programadores, desde los 80 y 90 se hicieron ricos o millonarios, pero nada comparado con las empresas que iniciaron este proceso. Los programadores independientes dejaron de recibir las nuevas versiones abiertas que se compartían antes para ir mejorando el sistema informático en el mundo. Un joven, en ese entonces, programador llamado Richar Stallman, afectado por esto crea una licencia llamada copyleft, la cual, ya reforzado el derecho de autor sin autorizaciones (a menos que haya pago o permisos explícitos) hizo una jugada muy interesante: creó esta licencia bajo derechos de autor, es decir, quienes utilizaban un programa con copyleft tenían la obligación legal, bajo copyright, de, si la publicaban, distribuirla bajo la misma licencia, la cual daba la opción de que quienes accedían a ella debían, por obligación, hacer lo mismo.

Ha pasado mucha agua bajo el río desde entonces, pero el problema sigue siendo el mismo. Se han creado una multiplicidad de licencias, tanto de restricción como de apertura y el debate es muy amplio. El tema pasó a la cultura en general y cualquier tipo de creación. Internet era la base del problema industrial y se generó, y aún se hace, una campaña informativa para hacer creer a quienes crean cosas que deben ser protegidos y no ser sujetos de relaciones de intercambio. Todo esto se entiende, como sentido común, cuando se piensa que se debe vivir económicamente de alguna forma, sumado a la precarización de los campos de conocimiento artístico y científico entre otros.

El caldo de cultivo de la precarización es el motor para apelar al desconocimiento de las y los creadores y mostrarles que pueden recibir lo que se llama chorreo en el sistema neoliberal, a cambio de concesiones con las industrias que monopolizan y restringen las posibilidades de continuar compartiendo abiertamente las creaciones producidas por el humano. No hace mucho tiempo, y hasta hace poco también, se podía pagar con penas de cárcel al vulnerar esto. Pero el problema mayor es que retrasan los progresos de invención y creación, aunque la ciudadanía, en general nunca, a pesar de sus discursos públicos de muchos, ha seguido estas imposiciones: la gran mayoría siguió y sigue bajando contenido de forma no legal de repositorios de arte, por ejemplo (mucha música, cine, literatura, etc.). ¿La mayoría de esta gente son delincuentes? No, solo continúan, sin saberlo, en general una tradición intrínseca al humano, la cual es adquirir lo que se crea en el mundo, y transformarlo en nuevas creaciones para quienes lo requieran o necesiten. Eso es el crecimiento cultural común; que se le haya tildado de ilegal o de pirateo ha sido una campaña de decenios de años y ha sido aceptado pasivamente por quienes crean y reciben algo a cambio de esto, sin percatarse que la gran mayoría del resto vive precariamente no por no reforzar el derecho autoral, sino por no poder distribuir sus creaciones al pertenecer e inscribirse en las condiciones de esa industria.

La historia es al revés de lo que se mira en el sentido común. Quizá cueste verla y hasta duela a muchxs con buenas intenciones, pero ha sido así. Las industrias cada vez están más preocupadas, porque cada vez hay más medios tecnológicos de acceder, lamentablemente no legalmente en la mayoría de los casos, a casi toda la información que se va produciendo en el mundo a través de Internet.

El segundo asunto es el reconocimiento. El derecho moral, para lo que queda de nuestra, es completamente entendible. Casi no existe individuo que no requiera algún tipo de reconocimiento (aunque no sea económico). Los motivos psicológicos, antropológicos, sociológicos u otros son materia de larga escritura, pero existe esta situación. Hagámonos cargo: Se necesita este reconocimiento moral.

El procomún, o bien común, nunca ha sido una solución para vulnerar el derecho de reconocimiento, y tampoco el económico. Quizá, quienes puedan percibir menos, gradualmente, sean las industrias clásicas modernas (en el sentido clásico), que se sienten muy amenazadas con que la gente comparta lo que sabe y no lo resguarde como un principio individualista propio. Sin embargo, la autoría moral nunca se vería postergada, al menos en estos tiempos, pues lo que abre el bien común es un nuevo abanico de posibilidades de libertad a quienes deseen utilizar otros mecanismos de distribución de sus creaciones y descubrimientos, los cuales siempre fueron gracias a las creaciones y descubrimientos de otras personas antes que ellos y ellas. Siempre ha sido así.

El derecho de autor/moral no se toca en un posible cambio constitucional. Lo que se expande con el procomún es la diversidad de elegir legalmente, y al alero del Estado. Cada cual tiene el derecho de elegir. Así como el derecho moral está consagrado como parte de los derechos humanos, es obvio que también es un derecho humano la opción de elegir de qué manera se utilizarán las creaciones y obras de cada uno, sobre todo cuando el pago de ellas proviene de financiamiento estatal.

Las condiciones de qué parte o porcentaje de liberación se dé, en el caso de alguien que desee proteger al máximo su patrimonio personal, se regulan, no difícilmente, por medio de balances entre acuerdos entre la relación cuantitativa y cualitativa del presupuesto estatal y el trabajo cuantitativo y cualitativo del o la creadora. Esto último se genera en materias de ley, pero es importante entender que son situaciones de acuerdo en beneficio de la comunidad, la cual, en Chile, por ejemplo, lleva demasiadas décadas de restricciones con respecto a los accesos culturales, científicos y tecnológicos si no se tiene el poder adquisitivo para ese alcance. Otra cuestión que se olvida (también por omisión imagino) son los derechos humanos de cuarta generación, específicamente el que refiere al derecho al acceso a la sociedad de la información (que también alcanza a la sociedad y era del conocimiento en el mundo) en condiciones igualitarias y sin discriminación.

Hoy en día es obvio que debemos proteger los derechos morales, pero que éstos nunca estén por encima de los beneficios culturales de avance para todas las comunidades posibles. Eso es el procomún, no un rechazo a quienes quieran mantener ese derecho, sino a darles la posibilidad, paralela, a posibilidades legales y constitucionales de compartir y acceder a cualquier invención, descubrimiento o creación.

El equilibrio es simple de explicar en pocas palabras: poner el equilibrio entre la protección y las necesidades culturales y económicas de la mayoría de las personas. Una cosa no invalida a la otra, solo es un asunto de dejar abierta las opciones para quienes quieran una cosa y para quienes quieran otra. El abrir los accesos o dar acceso libre a las creaciones no es sinónimo de gratuidad. Aprendamos más de estas materias, pues mientras más avance la tecnología estos temas serán más delicados y urgentes de resolver.

Hay países que ponen limitaciones a los derechos de autor. Creo que Chile tiene la oportunidad de ni siquiera poner esas limitaciones, sino solo abrir las opciones y ser un precedente en el mundo en esta materia.