El 28 de julio de 1914, Austria-Hungría le declara la guerra a Serbia y abre las compuertas de la Primera Guerra Mundial, un conflicto de una magnitud y una duración en ese momento imprevisibles.
La noticia se difunde y los habitantes de Viena -faro cultural de Europa y capital de un Imperio que cuatro años después habrá dejado de existir- salen a festejarla.
“¡A mis pueblos!”, dice la primera fase de la proclama del emperador Francisco José, escrita en alemán, traducida al húngaro y al checo y publicada en todos los confines del vasto territorio unificado desde 1867.
Los diarios publican ediciones especiales y los vieneses toman las calles coreando “hurras” e himnos monárquicos y arrojando sus sombreros al aire. Las banderas ondean en los balcones y el relevo de la guardia imperial frente al Palacio de Hofburg se transforma en una fiesta popular, con músicas militares.
La propaganda alienta las reuniones patrióticas, que se suceden desde el ultimátum enviado a Serbia el 23 de julio.
Los campesinos, menos fervorosos
El fervor es menos evidente en los suburbios y en los campos, apunta el director del Museo Militar de Viena, Christian Ortner.
“La clase media y la burguesía eran muy patriotas y apoyaban la guerra, pero la euforia era menor en las zonas rurales. En el campo se pensaba ante todo en los caballos, en los hijos que serían movilizados y en la catástrofe que se anunciaba para la agricultura”, dijo Ortner a la AFP.
Pero los diarios no reflejan nada de eso: las fotos solo muestran soldados sonrientes, mujeres admirativas y fusiles con flores en los caños.
El anciano emperador se mantiene al margen del jolgorio popular, en su residencia de verano de Bad Ischl. El viudo de la emperatriz Elisabeth, más conocida como Sissi, de casi 84 años, se siente cansado.
En su proclama del día 28, Francisco José indica de entrada que hubiera querido evitar a sus pueblos “los duros sacrificios de la guerra”. Los historiadores dicen que sus asesores estaban mucho más dispuestos que él a lanzarse en un conflicto.
Pero la guerra ya era una opción clara desde mucho antes del ultimátum que emplazaba a Belgrado a dejar que las autoridades austríacas investigasen en Serbia el atentado que un mes antes había costado la vida al archiduque Francisco Fernando, sobrino del emperador y heredero del trono.
Acabar con Serbia
Ese atentado convenció a Austria-Hungría de la necesidad de poner fin a una Serbia independiente, sospechosa de alentar el nacionalismo de los pueblos eslavos del Imperio, sobre todo en Bosnia, anexada en 1908.
A inicios de julio, Viena tantea al gobierno alemán, que da su aval a una nueva guerra que, según cree, se limitará al ámbito de los Balcanes. Los austro-húngaros tienen algún resquemor por la alianza serbo-rusa, pero cuentan con los buenos oficios del káiser para apaciguar al zar, su primo.
El ultimátum del 23 de julio está redactado en términos humillantes, como para condicionar una respuesta negativa.
Serbia acepta sin embargo casi todas sus condiciones y se limita a pedir un arbitraje internacional sobre la presencia de investigadores austríacos en su suelo.
Pero Viena ignora esa apertura, decreta la movilización y el 28 declara abiertas las hostilidades.
Siete días más tarde, todas las grandes potencias europeas estarán en guerra.
El gran imperio del centro de Europa roza rápidamente el desastre. Casi la mitad (1,1 millones) de los 2,4 millones de soldados que moviliza en agosto de 1914 estarán muertos, capturados por el enemigo o desaparecidos en diciembre.
El respaldo alemán permitirá mejorar por unos meses las líneas austro-húngaras, hasta la apertura de un nuevo frente en la frontera italiana en mayo de 1915.
Uno de los detonantes de la guerra fue la cuestión de las nacionalidades en un Imperio hecho de retazos, que se desmembrará en varios países tras la derrota de los Habsburgo al cabo de cuatro años de combates y padecimientos.
Los soldados y oficiales que regresan vencidos a Viena entre 1918 y 1920 alimentan amargos resentimientos.
Insignias arrancadas
“Nadie les agradecía, ya no había emperador y la nueva Austria no quería tener nada que ver con ellos”, resume Christian Ortner.
“A algunos les arrancaban las insignias cuando bajaban del tren y hubo oficiales a quienes les confiscaban las espadas, como un insulto a su honor. No eran héroes, eran reliquias del viejo orden, personae non gratae”, agrega.
La derrota acarreó también la ruina para muchos oficiales aristócratas, cuyas explotaciones agrícolas habían quedado del otro lado de las fronteras definidas por los tratados de posguerra.
La marginación y la situación económica desastrosa convertían a esos batallones de excluidos en caldos de cultivo para las prédicas subversivas de derecha o de izquierda.
“El país estaba desarticulado y ya no recuperaría la calma”, afirma Ortner.
El proceso será largo y volverá a dejar a Austria del mal lado de la Historia: fortalecimiento del austrofascismo en los años veinte, guerra civil en 1934, anexión (Anschluss) a la Alemania nazi en 1938 y un nuevo desmoronamiento tras la derrota de las tropas de Hitler en 1945.
Al igual que en Alemania, la Segunda Guerra Mundial eclipsará a la Primera en Austria, donde apenas se conmemora esa “catástrofe original” del siglo XX.
Ortner señala sin embargo que el derrumbe del Imperio Austrohúngaro permitió colocar jalones históricos positivos: “Se adoptó el sufragio universal, las mujeres obtuvieron el derecho de voto y se instauró un sistema democrático con igualdad de derechos, que barrió el régimen nobiliario”, enumera.
El país trata de aprovechar el centenario del conflicto para rescatar esa memoria sumergida, mediante retrospectivas históricas y artísticas y a través de una nueva exposición permanente en el Museo del Ejército.
El 28 de junio, además, un centenar de descendientes de la dinastía de los Habsburgo conmemoraron el atentado de Sarajevo en una ceremonia realizada en el castillo donde yacen los restos de Francisco Fernando y su esposa.
“El Imperio ejerce actualmente cierta atracción romántica”, constata Christian Ortner.
Pero la concatenación de hechos que hace un siglo precipitó a Europa en la guerra “resulta incomprensible” para las nuevas generaciones, agrega.