Huelga decir que Halloween es una fiesta que se ha expandido con un desmedido éxito entre los menores desde los albores de los 90. Las noches del 31 de octubre se colman de pequeños en las calles ávidos de glucosa y de pacientes padres que se toman la molestia de acompañar a los niños, avocados a acaparar dulces a costa de desgastar sus nudillos golpeando la mayor cantidad posible de puertas.

Algunos jefes de hogar son precavidos y adquieren confites para repartir a los pequeños disfrazados, aunque otros simplemente prefieren desafiar el mandato de la tradición aún en pañales y cierran la puerta en la nariz de los solicitantes, arriesgándose a represalias contra el frontis de sus hogares.

Costó tiempo para que algunos viéramos esta festividad sin gruñir ante la combinación céltico-estadounidense-chilena. Y si bien Halloween ya no tiene freno por la apabullante aceptación que ha tenido entre los sus principales beneficiarios y la conveniente estrategia comercial derivada, no dejo de extrañar tiempos en que se podía respirar algo más de aire local en otras instancias.

En la actualidad, la celebración de la Cruz de Mayo ya no adquiere la misma fuerza que tenía antiguamente al avecinarse el tercer día del quinto mes. La tradición, para variar, fue importada, en un intento de los colonizadores por “viralizar” el cristianismo entre los nativos que no entendían un ápice de español.

Posteriormente la costumbre derivó en una competencia descarnada entre los abanderados de cada población que, luego de efectuar sus recorridos, coronaron sus hazañas con piras -fogatas- visibles desde varios puntos. En Yumbel, por ejemplo, recuerdo que desde los cerros el espectáculo podía observarse multiplicado prácticamente en todas las calles del pueblo.

Pese a la nostalgia que me pueda provocar el ver cómo se apaga lentamente una costumbre de la cual soy testigo desde que tengo uso de razón, no quiero caer en la hipocresía de la defensa a ultranza de las tradiciones criollas. El chovinismo de smartphone simplemente no me va.

Sin embargo, si me lo preguntan, prefiero mordisquear una papa asada en una fogata a partirme los dientes con un caramelo. Prefiero las tonadas y la producción de los grupos compuestos por adultos y niños en un espectáculo transversal a enfrentarme eventualmente con potenciales vándalos que no recriminarán contra la “casa de los mezquinos” y “de los cagaos”, sino que se desquitarán arrojando huevos o pintura.

Supongo que los indígenas habrán pensado lo mismo en su tiempo de la Cruz de Mayo.