El miércoles 14 circuló por el cíber-espacio mundial el tercer episodio de un ser humano solitario, que, enarbolando su idealismo, se planta frente a la bestialidad mecanizada del poder militarizado.

La primera versión la ofreció el 4 de junio de 1989 el estudiante Wang Weilin, de 19 años, que se plantó ante una columna de tanques en la Plaza Tiananmén de Beijing. Todos sintieron admiración por el joven, pero muy pocos se fijaron en que el oficial que comandaba la columna de tanques tomó la decisión de detenerse. Le dio la posibilidad de ponerse a salvo.

La segunda versión la ofreció el 16 de marzo del 2003, la joven estadounidense Rachel Corrie, activista de Solidaridad Internacional, que en la Franja de Gaza se plantó ante uno de esos enormes bulldozers que usa el ejército israelí para arrasar casas, árboles, y otros objetos de los habitantes palestinos, para evitar que arrasaran una humilde vivienda.

La filmación pareciera preparada para causar indignación. Se ve al conductor israelí del bulldozer, un hombre joven, grueso, que mira muerto de la risa a la gringuita, como suponiendo que ella está haciendo teatro y que sin duda se hará a un lado cuando él avance. Y simplemente avanzó. Pero Rachel no se hizo a un lado, y la máquina la aplastó. El conductor dijo por radio “parece que choqué con algún objeto”, y otra toma muestra que sigue riéndose. En el suelo, entre escombros y pedregullo, el cuerpo de Rachel Corrie aparece desarticulado y sangriento.

El gobierno de Israel investigó el caso y concluyó que había sido sólo un accidente y que la culpa la tuvo la misma Rachel Corrie.

El tercer episodio de solitario y heroico idealismo lo ofreció el miércoles pasado un muchacho egipcio cuyo nombre aún no se conoce. La filmación subida a Youtube lo muestra como un flaquito vestido de camiseta y pantalón blancos. Se separa del grupo de los que protestan y avanza lentamente por el medio de la avenida, yendo al encuentro de los tanques del general Sisi.

El tanque de más adelante se detiene. Hay expectación. Pareciera que hasta la polvareda esbozara una sonrisa esperanzada. Pero de una escotilla delantera asoma una ametralladora de grueso calibre que apunta al vientre del chiquillo y le dispara una ráfaga que suena como de cinco tiros. El chiquillo salta hacia atrás y al lado, por el empuje de los impactos, y se le ve como aún alcanza a retorcerse. Los disparos prácticamente lo cortaron por la mitad. Y el tanque siguió avanzando, digamos… orgullosamente.

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