Hasta el viernes pasado, titulares y opiniones parecían atropellarse por pintar el terrorífico cuadro de Corea. Y de repente, el sábado un silencio notable cayó sobre todo el asunto. ¿Qué pasó? ¿Acaso se resolvió el caso? ¿O es que de repente lo encontraron aburrido?

La verdad es que aquí en Chile y en todo el mundo, el tema de la posible guerra en Corea caló muy hondo en la opinión pública. Y prácticamente en todas las tertulias hubo intenso intercambio de opiniones e informaciones. De hecho, la gente trataba de percibir aquello que no se estaba diciendo, aquello que se ocultaba detrás de la caricatura publicitaria que hacía aparecer toda la situación como obra personal de un recién elegido caudillejo norcoreano, hijo y nieto de líderes comunistas en un régimen de la llamada “Dictadura del Proletariado”.

Se trataba de mostrar que Kim Jong-un sería un líder de pacotilla, un jovenzuelo estúpido y malcriado, que estaba teniendo una rabieta de dimensiones apocalípticas.

Pero hasta los más simples observadores entendían que había algo más allá de esa máscara, que ese joven líder había sido examinado y ratificado por una poderosa, desconfiada y habilísima estructura de líderes militares que habían partido enfrentando a Estados Unidos en una guerra de tres años en la que 40 mil soldados estadounidenses perdieron la vida.

Y en la que, finalmente, esos americanos, vencedores de la Segunda Guerra Mundial, tuvieron que resignarse a un empate sangriento que dejó las fronteras tal como habían estado antes de la guerra: en la línea del Paralelo 38 latitud norte.

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