“¿Cuándo se va a acabar la violencia?
sólo cuando se acabe la desigualdad social,
cuando termine la pobreza, la mala educación,
la salud como las weas, cuando valga la pena buscar pega
en vez de traficar o salvarse robando en la esquina,
cuando vivamos en barrios pensados pa’ seres humanos,
cuando el transporte público no nos trate como ganados,
cuando ya no haya que andar cuidándose en la calle,
cuando nuestros niños coman bien y crezcan sanos,
ahí va a terminar la violencia, Te lo juro mi hermano, mi hermana
y hasta entonces, sólo habrá guerra… ¡GUERRA!”. *

La Historia está marcada con un fierro incandescente justo en la sien por la violencia. Hombres y mujeres han sido testigos y protagonistas de este fenómeno social, que como dijo en el siglo XIX Karl Marx, “es la partera de la Historia”. Atravesados y tensionados los procesos sociales en ocasiones se desatan y hacen crujir los cuerpos y resquebraja ideologías. Produce desgarramientos agudos y prolongados. Pero también puede ser la génesis de cambios sustanciales a las vidas miserables y a la subyugación de las mayorías.

A nosotros, a los hijos del pueblo, ningún análisis académico ni comentario político burgués nos puede retratar a ciencia cierta lo que significa la violencia. La comprensión violenta es propia de la vivencia donde ella emerge y quienes convivimos y sobrevivimos a la realidad atravesada por ella. Cuando la voluntad humana es modificada radicalmente, cuando se inauguran procesos sociales, económicos y políticos, somos nosotros quienes estamos en el centro de las tablas, quienes expelemos nuestros fluidos; lágrimas, sudor y sangre. Y no lo escribo de manera poética y para que suene rimbombante. Es la cruda realidad, es la violenta historia que no nos cuentan, porque la vivimos desde niños.

“No me hablen de violencia… como si no la conociera
como si su existencia fuera una experiencia nueva
como si fuera una mera situación puntual de ahora
y no supiera cómo es que opera en toda la historia”.

La ‘fiesta’ de los mil días terminó en tragedia. Quizás embriagados por los efímeros avances, extasiados por los miles en las calles, el exitismo y confianza a ojos cerrados en el supuesto ‘constitucionalismo’ de los militares, cegó los nudos fundamentales de la vía chilena al socialismo, el insoslayable sustento real que la democracia liberal jamás permitiría una transformación radical en la estructura económica y social del país. Es el carácter del Estado burgués y la elite nacional que desde un comienzo, entretejía un plan para funar la ‘fiesta’. Los mismos que se jactaban de ser nacionalistas, se aliaban a una potencia extranjera para prostituir en los años venideros los recursos naturales, que brevemente habían sido recuperados durante la ‘fiesta’. Ese despojo, más violento que cualquier acción subversiva, que comenzó con los recursos, continuó con la salud, la educación, la previsión, la vivienda, entre otros, dispuso y sentenció al país al descalabro interno. A perder lo propio y mirar hacia fuera como huérfano, sin percatarse que la mayor riqueza estaba en los brazos de sus trabajadores. Los mismos que estamos sometidos a una fuerza corrosiva y destructora que nos vacía la humanidad. Se apropia de nuestras vidas, engordando la billetera de los ricos de siempre.

La Moneda en llamas esa mañana de septiembre no significa solamente el descalabro del proyecto político de la Unidad Popular. Tampoco, aunque desde un enfoque agitativo, como diría posteriormente Miguel Enríquez, fue el fracaso del ‘reformismo’. Es la derrota de un proyecto de clase y el desvanecimiento de un proceso de acumulación de fuerzas donde los explotados llevaban más de cien años de experiencias. Es ese pueblo, que con su inmadurez, deficiencias, triunfos y derrotas es producto de esas entrañas. De esa lucha abierta; de acción directa, insurrecta, subversiva, donde se legitiman todas las formas de lucha que tanto nos mueve; pero también de ese pueblo que se formó y constituyó a través de la lucha institucional. Disputando comunas, cupos electorales varios, sindicatos y portando la bandera de los Derechos Humanos. Por eso, esas visiones dicotómicas y simplistas de hablar de ‘reformistas’ y ‘revolucionarios’ realizan un daño irreparable para recuperar nuestra memoria como pueblo y elaborar un proyecto histórico de clase.

“¿Y dónde empieza la violencia?” Dice el tema de Portavoz y Subverso, con ánimo de polemizar y remecer las conciencias. Gritar de manera iracunda, al igual que las mismas voces de miles que desde abajo intentamos irradiar. Es una pregunta que se responde a sí misma. Todos sabemos donde comienza y donde comenzó siempre todo esto. El origen es la sociedad de clases, que durante el capitalismo neoliberal fue naturalizada hasta la médula. La violencia la visualizamos desde el saqueo español contra nuestra América, continúo con el liberalismo que cautivó a las elites coloniales y que poco a poco comenzaron un traumático y lento tránsito a una modernidad donde sólo ellos vieron beneficios. Y de manera latente está presente en el hambre, el frío, en la represión hacia los que luchamos y groseramente lo presenciamos como testigos de primera fila en la acumulación de capital a costa de la vida de los pobres.

“No hay algo más hipócrita que hablar de la violencia
si ésta no toca tu puerta ni en las noches te despierta
ven a dormir acá en el ghetto, y dime
si hay facetas de esta realidad concreta que yo no comprendo”.

Los allanamientos nocturnos, el miedo de los autos sin patentes, la infiltración, la picana eléctrica, el submarino y la prisión política tampoco empezaron el día del Golpe de los ricos y tampoco terminaron con el fin del Gobierno de Pinochet. Son prácticas propias del Estado, de cualquier Estado burgués, sobre todo en la Historia de Chile, hijo pródigo de Portales y compañía. La tortura y los mecanismos de presión contra los detenidos se pueden rastrear desde las cárceles ambulantes del siglo pasado, continuaron haciéndose patente en las resoluciones de conflicto interoligárquico que saqueaban los hogares de los vencidos, violaban las mujeres e hijas de los derrotados e incendiaban las casas junto son sus moradores. Pero obviamente, el discurso oficial de los medios de comunicación, el Estado, la jerarquía eclesiástica y de la burguesía retratará la violencia asociada a las armas, desligado de todo asidero con la realidad. Si a eso le añadimos la veintena de masacres estatales, las guerras civiles y la prolongación de la política contrainsurgente de la Concertación en el 90’ y en la última década, presenciamos que la constante es la violencia represiva desde arriba, acicalada levente por explosiones de violencia popular revolucionaria desde abajo, pero que por ningún motivo tiene comparación con la primera.

“¿Dime quién es responsable de estas atrocidades, crímenes contra la humanidad, prisiones militares?”. Los mismos de siempre compañeros, pero ahora con unos correligionarios nuevos. Antiguos rivales declarados a muerte, ahora socios y compañeros de laburo, si es que se puede considerar trabajo, conciliar el conflicto de clases y conseguir migajas de la institucionalidad que mutiló y desapareció a sus ex ‘compañeros’. Son los más peligrosos y astutos, sínicos y chupasangres que desde la posición cómoda hablan de reconciliación, de avances democráticas y que en 1990 nos habló de realizar “justicia dentro de lo posible”.

“No les compramos cuando dan ese argumento
que demoniza a los que están luchando por ser tan violentos
si en una pura sesión en el Parlamento
aniquilan más vidas que to’os nuestros caseros armamentos”.

La violencia desde los explotados tiene una connotación liberadora, y parafraseando Frantz Fanon, tiene una doble dimensión. Nuestras conciencias y nuestra realidad serán transformadas. Porque la colonización occidental tiene que ver con nuestras prácticas cotidianas y mentalidades. Superaremos la visión anquilosada de la violencia asociada meramente a las armas, y que dicho sea de paso, es elucubrado por los mismos que poseen el monopolio de la fuerza militar. La columna vertebral de la dominación de clase tambaleará cuando no sólo cuestionemos ese orden, sino que cuando nuestras acciones lo hagan remecer desde abajo. Tenemos que liquidar la visión que considera que la violencia es legítima cuando yace sobre los muertos de nuestro pueblo pobre, y, legal y moralmente condenable cuando emerge desde los oprimidos. Es recordarle a la misma intelectualidad elitista que sus hazañas están forjadas al rojo por la fuerza: la independencia, las guerras internas y externas, los procesos constituyentes y la implementación del neoliberalismo están teñidos de sangre obrera y popular.

Y si usted querido lector tiene el atisbo de pensar que realizo una apología a la violencia, que soy comunista, anarquista, o violentista le puedo decir que “¿Violento yo? Violentos tus fuckin’ fajos, que son sufrimiento y muerte pa’ la gente de trabajo”. Pero sí, soy resentido, siento de forma individual y también de manera colectiva.

Mi generación ya no tiene la solidaridad del extranjero, ni un ‘Gran Hermano’ que nos suministre alguna ayuda del ‘marxismo internacional’. Difícilmente tendremos la mano tendida del exilio o el apoyo de un presidente de un Estado foráneo. Pero no hay duda que estamos de pie, que no olvidamos, ni perdonamos. Estamos de frente a esa violencia, estructural, burguesa, económica, represiva y todos los apellidos que quiera utilizarse. No nos resentimos ante esos embates. Autónoma y colectivamente luchamos por lo que nos pertenece. No rendimos culto a la muerte ni a nuestros muertos, queremos nuestra vida y la amamos. Tenemos un profundo amor a nuestro pueblo, que con ternura y constancia coayudamos a regenerarlo desde las cenizas del olvido. Para que recuerde que mano a mano siempre hemos construido nuestro destino.

*Canción: “Donde empieza”. Disco: Escribo Rap con R de revolución. Interpretes: Portavoz & Subverso. La cita inicial y todas las comillas que aparecen a continuación.