El Ministro Hinzpeter en un reciente programa de televisión, aclaró que no “resolvían” el problema de los encapuchados en las manifestaciones públicas, porque los 400 jóvenes involucrados en cada episodio no eran los mismos. Comprobada la identificación al ser detenidos, constataban que eran muchachos sin antecedentes policiales previos.

A partir de lo anterior, escribí en Twitter “La ira de los que hacen vandalismo en las manifestaciones es legítima. Hay que descubrir otro canal para que se exprese y abordar su causa raíz”.

Motivo de lo anterior y sin imaginarlo siquiera, me pasé el resto del día interactuando con quienes me atacaban, aclarando que no estaba llamando a simpatizar con los “violentistas”, sino que a empatizar con ellos, y que de ningún modo justificaba la violencia.

Cuando veo a un muchacho empecinado en derribar una señalética vial o en destruir el jardín infantil de su barrio, me pregunto cuál podrá ser su motivación.

La primera respuesta que me doy es que debe estar drogado. No puedo dejar de imaginar que es hijo de una madre jefa de hogar, quien tuvo que optar entre el microtráfico o “lavar ropa ajena” como estrategia de subsistencia, dado que no tenía con quien dejar a sus niños. Y que este joven posiblemente era quien hacía las entregas y fue rápidamente inducido a la adicción.

Cuando observo a un grupo asaltar a pequeños comerciantes, destrozando todo a su paso, recuerdo que el 80% de los jóvenes delincuentes tienen a uno o dos de sus progenitores presos. Es decir, niños cuyo derecho al afecto, al cuidado y a la educación fue dramáticamente vulnerado y debió crecer en la “ley de la calle”, donde hay que demostrar ser el más fuerte para sobrevivir.

Cuando contemplo otros que, premunidos de un palo, rompen los vidrios de edificios residenciales, sin importar que sus moradores posiblemente sean pensionados para quienes comprar sus medicinas ya representa un problema, me conecto con la indignación que los debe llevar a cometer un acto tan irracional.

Asumo su frustración por haber escuchado mil veces que la educación era el mecanismo para progresar en la vida, para encontrarse ahora en un callejón sin salida, estudiando en una institución de baja calidad una carrera sin empleabilidad futura, con un crédito al 6% de interés que los dejará encadenados por el resto de sus vidas.

Sino pienso en aquellos que tuvieron la buena fortuna de haber sido los mejores alumnos en enseñanza media, resultando favorecidos con una beca que les permitió acceder a carreras y universidades prestigiosas. Imagino la celebración no sólo de sus familias, sino de todo su entorno, por haber podido ingresar al primer peldaño que los llevaría a triunfar, para muy pronto estrellarse con la evidencia que no sería posible.

La brecha cultural, la falta de condiciones mínimas en el hogar (conexión a Internet, espacio adecuado para dormir y estudiar, falta de presupuesto para adquirir libros, fotocopias, materiales, entre otras) lo ponían en una desventaja brutal frente a sus compañeros, obligándolo a desertar y tener que volver a mirar a los ojos a su madre.

También pienso en aquellos muchachos que producto de la cultura actual, su autoestima está basada en lo que tienen, no en lo que son. Candidatos a un monótono empleo para recibir el salario mínimo, vislumbran la posibilidad de acceder de un manotazo a aquellas posesiones que hacen la diferencia: la zapatilla, el equipo de música, el reloj.

Así podría continuar, imaginando situaciones que explican actitudes tan irracionales como las que, marcha a marcha, vemos en la Alameda. Y me pregunto cómo podríamos inspirar a un movimiento ciudadano que nos permita instalar en la agenda pública sus legítimos anhelos y preocupaciones, con comprensión y respeto mutuo, con el propósito de promover una transformación social en forma cohesionada y teniendo el “bien común” en el horizonte.

Dado que el poder se hace cada vez más difuso, desde las manos de las elites tradicionales hasta las personas individuales, a lo largo del planeta se ha abierto la puerta para que cada persona pueda y deba ser parte de la solución de los complejos desafíos que enfrentamos en forma creciente.

Para ello necesitamos desarrollar la empatía aplicada: la capacidad de comprender lo que otras personas están sintiendo y actuar evitando el daño y contribuyendo a un cambio positivo. Urge desarrollar el arte de escuchar, de vivir en los zapatos de los otros, de pedir prestado sus ojos antes de juzgar.

Necesitamos herramientas para desarrollar la empatía y practicarla en todos los ámbitos de la vida de las personas: consigo mismo, la familia, el trabajo, el lugar que habita, las palabras que dice. En un mundo de tanto y tan veloz cambio, se necesita personas capaces de observar e interpretar lo que ocurre, minimizar daños y maximizar beneficios para todos.

Todo eso pienso cuando veo a los “encapuchados”. No puedo dejar de preguntarme de qué real libertad gozaron para hacer lo que hicieron, dada la oscuridad de su infancia y la precariedad de su educación.

Ximena Abogabir:

Ximena Abogabir

Ximena Abogabir


Presidenta Fundación Casa de la Paz, es especialista en educación ambiental, participación ciudadana, resolución de conflictos, gestión local participativa e involucramiento empresa-comunidad. De profesión Periodista y con 29 años de trayectoria, es expositora permanente en espacios nacionales e internacionales sobre involucramiento de las empresas con las comunidades.

Participa activamente como miembro de distintos consejos de organismos nacionales e internacionales, relacionados con medio ambiente y desarrollo.