La deserción escolar va en aumento en nuestro país, así lo señalan las cifras del Ministerio de Educación, donde 50.529 niños, niñas y adolescentes no se matriculan para continuar sus estudios. La pandemia y el distanciamiento dejaron consecuencias en todos los ámbitos, pero pareciera ser que en educación su impacto ha sido más complejo.

Tras la escuela online, la vuelta la presencialidad nos daba esperanzas de poder mejorar los procesos de aprendizaje-enseñanza y la contención emocional que tantas personas necesitaban, pero la expresión de violencia que hemos vivido durante el 2021 ha impactado la continuidad de estos mismos procesos.

A la fecha, un gran número de estudiantes aún no asisten con regularidad de forma presencial a sus escuelas, viéndose interferido el desarrollo de distintas habilidades y competencias. En este marco, el cierre de escuelas durante la pandemia ha agudizado la problemática, quedando sin centros educacionales, debiendo cambiar de establecimiento, alterando la logística familiar en torno a la educación de sus hijos e hijas.

Lo anterior no hace sino profundizar las brechas educativas, especialmente en los grupos sociales con mayor vulnerabilidad, lo que se traduce en una mayor desigualdad en el acceso a una educación de calidad.

Si bien la deserción escolar es preocupante, la alta inasistencia también lo es, ya que puede ser un precursor a la salida del sistema educacional. Esto trae una serie de consecuencias cognitivas, sociales, pero también psicológicas, siendo compleja la reinserción posterior.

La escuela debiese ser un espacio seguro, un factor protector para las infancias, siendo además un derecho ratificado en la Convención de los Derechos del Niño en 1990. Por tanto, la deserción del sistema educacional es un factor de riesgo ante una serie de problemáticas, donde se pierden redes de apoyo y cuidados, y se le considera una vulneración de derecho.

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