“Salvemos a Chile o seamos odiados eternamente”

José Miguel Carrera en carta a Bernardo O’Higgins

Confirmado. Tras el “combo electoral” que a muchos dejó nocaut, nuestra democracia vive una mala hora. Hay que agregar que nuestros partidos políticos ya estaban viviendo su hora más penosa. El orden de los factores importa.

Pese a que estaba en el escenario todo el elenco sociopolítico -constituyentes, gobernadores, alcaldes, concejales y representantes de pueblos originarios- la abstención ciudadana siguió ganando por walkover.

Sólo votó un 41% del padrón electoral. Al parecer, la mayoría creyó que los desconfiables partidos controlarían la elección, que Chile no necesitaba una nueva Constitución, que daba lo mismo votar o no votar… o todas esas opciones al mismo tiempo.

En cuanto a la minoría que sí votó, sus señales también fueron nítidas. De los 155 constituyentes elegidos, menos de un tercio tiene militancia política reconocible, un tercio ancho está configurado por independientes y el otro tercio se siente lejos de un gobierno que, en 2018, fue apoyado por una coalición de partidos. Paradigma de esta debacle fue la Democracia Cristiana: con tres presidentes de la República en su historia, sólo uno de sus militantes participará en los debates sobre el futuro del país.

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Lo más notable es que, en esta coyuntura, la Constituyente elegida representa, mejor que el Congreso, la textura política, social y económica, del país real.
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El sismo por dentro

El fenómeno está produciendo reacciones a la baja en los mercados y confusión al alza en la carrera presidencial. Los partidos oficialistas (“derechas”), dado que no consiguieron el tercio que necesitaban para salvar las estructuras, exhumaron su instinto de conservación: ninguno se remite al presidente Sebastián Piñera y sus cuatro candidatos -tres militantes y un independiente- se unieron… pero sólo para combatirse en una primaria.

Por su parte, los partidos opositores (“izquierdas”), entraron en proceso convulsivo y revulsivo. Cuatro de sus presidenciables depusieron sus candidaturas, mientras las descalificaciones mutuas borboteaban. La socialista Paula Narváez, que irrumpió tras el apoyo de la expresidenta -y hoy directiva de la ONU- Michelle Bachelet, apuntó contra el viejo Partido Comunista y el juvenil Frente Amplio: “se han farreado esta oportunidad y no dan garantía de gobernabilidad para Chile”.

Importante fue la reacción de los independientes que se presentaron como Lista del Pueblo. Vinculados al estallido del 18-O y con 27 escaños en la Convención Constituyente, levantaron como bandera de unidad su repudio ecuménico a los políticos de izquierdas y derechas. Los acusan de haberse enriquecido sin haber pasado por el trabajo real, de “bajar” a las bases sólo en períodos de elección y de estar unidos por sus privilegios. Por eso, advierten que “sólo hablamos con el pueblo” y que los partidos de izquierda “están totalmente alejados de las demandas del pueblo”.

La paradoja es que, desde esa unidad de contenido difuso, la Lista del Pueblo ya comenzó a actuar como un protopartido, con iniciativas fuera de rol constituyente, que desbordan por la izquierda a los partidos de izquierda. Es un comportamiento similar al de los outsiders que se integran a los sistemas políticos, sin considerar los límites que les impone el Estado de Derecho.

La culpa no es del empedrado

Los operadores políticos fingen creer que los partidos sólo han tenido un tropezón e invocan la votación que obtuvieron en el rubro municipal. Otros, con curul parlamentaria, culpan al voto voluntario y a otros empedrados. De hecho, ya comenzaron a proponer leyes express, para reponer el voto obligatorio, abrirse a la libre postulación de candidatos independientes e incluso indultar a procesados por delitos cometidos el 18-O.

Es el mismo reflejo que mostraron cuando el rechazo ciudadano les parecía controlable. Entonces, se allanaron a reformas electorales que consideraron tácticas (y que implementaron desprolijamente), como la paridad de género, el padrón de autóctonos y la aceptación digitada de candidatos independientes.

Lo inteligente -ergo difícil- sería enfrentar la realidad cara a cara y asumir que estamos ante un cambio de folio en el sistema de partidos.

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A ese efecto, sus responsables debieran reconocer los siguientes tres efectos de su decadencia: a) sociológicamente, mutaron en una clase de alto estatus, con intereses comunes; b) políticamente buscaron autoidentificarse mediante la polarización, y c) consecuentemente, el estratégico centro quedó sin nadie que lo represente.
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La pregunta derivada es si estamos en condiciones de iniciar un proceso de reconstrucción o si nos inclinamos ante la ecuación vacío de poder = situación revolucionaria. Una encrucijada dura, que exige asomarnos a la Historia.

El Estado y los Protopartidos

Según el historiador Alberto Edwards Vives, nuestros protopartidos fueron “agrupaciones más o menos poderosas y coherentes en que pueden distinguirse los jefes y los soldados, con toda la disciplina que es posible esperar de las opiniones y los intereses humanos”. Gracias a ellos, Chile pudo controlar a los caudillos desde el momento emancipador y se colocó en la vanguardia de los “Estados en forma” de la región.

En su evolución, esas agrupaciones establecieron un sistema de tipo europeo, con partidos liberales y conservadores de cepa británica, en pugna con socialistas, radicales, y democratacristianos, que se miraban en los espejos de España, Francia e Italia. Relativa excepción fue el Partido Comunista, que nació nortino y luego adhirió a la línea euroasiática de la Unión Soviética.

Así configurados, los partidos se alinearon como derechas, centros e izquierdas y fueron aceptados como representantes legítimos de las fuerzas sociales realmente existentes. Tan sólidos lucían, que supieron aliarse, fusionarse, dividirse y metamorfosease, sin que ello significara el fin de sus historias. Así sobrevivieron a dictaduras esporádicas, una guerra civil, al proyecto revolucionario-transicional de Salvador Allende y a la refundacional dictadura del general Augusto Pinochet. Este no pudo eliminarlos y debió conformarse con proscribir a unos y poner a otros en modo receso.

Gajes de la realidad

Con esa historia a sus espaldas, los políticos idealistas de la Concertación pensaron que, recuperada la democracia, los partidos hibernados despertarían más lozanos que la bella durmiente y gobernarían en alternancia, apoyando gobiernos de centroizquierda y centroderecha. Sólo el PC podría extinguirse pues, tras la implosión de la Unión Soviética y el auge del capitalismo-comunista de China, no tenía modelo a la vista.

Los políticos realistas, por su lado, plantearon condiciones que sólo se debatieron en cenáculos restringidos. Entre ellas la austeridad y probidad en el servicio público, la normalización de la relación civil-militar, la reconciliación como objetivo estratégico y la docencia cívica. Además, reconociendo el arraigo nacional del PC, no apostaban a su extinción, sino a una evolución de tipo socialdemócrata, similar a la de sus homólogos europeos.

La mala noticia es que, en el curso del proceso, tanto los idealistas, catalogados como “autocomplacientes”, como los realistas, motejados como “autoflagelantes” quedaron fuera de juego.

Algunos historiadores dirán, con datos duros, que contribuyeron al desarrollo económico del país, pero no tuvieron mayoría parlamentaria para iniciativas de crecimiento con equidad. Otros, quizás digan que se resignaron a una inercia institucionalizada y no dieron el ancho para enfrentar el tema más socavante: el de dos minorías potentes, que subordinaban la reconciliación y bloqueaban una relación civil-militar normalizada.

Puestos en el meollo de esa polémica, los responsables políticos de todo el espectro se concentraron en la administración del poder, se autoasignaron privilegios desmesurados, cedieron al clientelismo y se zambulleron en querellas polarizantes. En ese contexto, los partidos de la Concertación se corrieron hacia el flanco izquierdo y se entablillaron con el PC, mientras los de derechas, sin líder presidencial que las centrificara, generaban sus propios autoflagelantes. Por añadidura, emergieron movimientos y partidos en ambos extremos del espectro, con propuestas que oscilaban entre un conservadurismo extremo y un revolucionarismo desfasado.

Así fue como la alternancia democrática devino una anomalía y se redujeron los espacios del centro-bisagra, refugio social de los sectores medios.

¿Qué hacer con el PC?

Como presunto experto en política internacional, una de mis explicaciones es que la implosión de la Unión Soviética no trajo, para Occidente, el desarrollo ni la consolidación de la democracia representativa. Más bien privó a sus partidos del orden global que imponía la Guerra Fría.

Aquello hizo que los partidos sistémicos, antes de llegar a su punto de maduración iniciaran un curso de distensión. ¿Para qué cortarse las venas por una democracia más participativa, si ya no había enemigo estratégico que derrotar?

En malas cuentas, les pasó lo que a una bicicleta que pierde una rueda: deja de ser bicicleta. Los jefes políticos dejaron de pedalear para mantener la tensión y esto se vio incluso en la superpotencia hemisférica.

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Cuando Donald Trump lanzó a sus huestes a la toma del Capitolio, dejó en claro lo que antes parecía impensable. El viejo Partido Republicano, una de las dos ruedas del sistema democrático más potente del mundo, había mutado en simple soporte de un presidente golpista.
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Esa crisis por distensión explicaría -al menos en Chile- por qué sobrevivió el PC y por qué es el único partido que no se percibe damnificado por el remezón. Tras una peripecia con ambos pies “en la calle”, a contrapelo de su experiencia institucionalista, hoy tiene siete constituyentes, conquistó la alcaldía de Santiago y cuenta con un presidenciable que no luce instrumental, como el Pablo Neruda de fines de los años 60.

Ello lo está colocando ante un dilema ideológico de carácter existencial: contribuir a reestibar el sistema democrático “burgués” o seguir luchando por una revolución proletaria que dejó de ser viable a escala mundial. Como contrapartida, está colocando a los otros partidos ante la alternativa de rechazar a los comunistas o resignarse a participar con ellos, como durante la Guerra Fría.

Son dos dilemas interactivos, cuyo tratamiento excede los límites de este ensayo y obliga al autor a concluir con la palabra clásica de los folletines literarios:

Continuará

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