Si no tomamos estas reformas con sentido de urgencia, la sociedad perderá lo que aún resta de confianza en un poder que debería ser garante primero de la justicia y luego del ofrecimiento de soluciones legales igualitarias para todas y todos. Porque un Poder Judicial rodeado por sospechas no puede seguir siendo la piedra angular del sistema republicano y democrático.
La declaración de culpabilidad por parte del Senado de la acusación constitucional formulada en contra del ministro de la Corte Suprema Diego Simpertigue profundiza una crisis institucional que amenaza la credibilidad del propio Estado de Derecho.
Con Simpertigue ya son tres ministros de la Corte Suprema destituidos en 2025, en un ciclo sin precedentes de cuestionamientos a la conducta de los más altos magistrados.
Esta crisis no se limita al máximo tribunal: el ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Antonio Ulloa, también fue recientemente destituido por acusación constitucional, tras evidenciarse vínculos con redes de influencia y conversaciones con el abogado Luis Hermosilla que comprometían su deber de probidad e imparcialidad.
Asimismo, la ministra Verónica Sabaj fue removida de su cargo en la Corte de Apelaciones de Santiago por la Corte Suprema tras comprobarse comunicaciones que vulneraron principios de independencia y transparencia judicial.
Poder Judicial
Estos hechos y otros de los que ha tenido noticia la opinión pública en el sistema de justicia no deben llevarnos a preguntarnos con honestidad: ¿cuántos “Luis Hermosilla” habrá en este país? ¿Cuántas redes de influencia informal —entre abogados litigantes, operadores jurídicos y magistrados— se esconden tras decisiones que deberían ser técnicas y objetivas?
Esta pregunta no es retórica: es una exigencia de transparencia frente a una judicatura que parece más permeable a relaciones personales que a los deberes éticos que su cargo demanda.
La figura de Hermosilla —el abogado cuyo caso, conocido como Caso Audios, ha expuesto vínculos directos con magistrados y operadores judiciales— ha agudizado la percepción de que no todos los operadores judiciales están libres de compromisos o favores personales.
Esta crisis no es anecdótica ni aislada: si jueces comparten viajes, asados o partidos de fútbol con abogados litigantes, difícilmente pueden garantizar la imparcialidad que el cargo exige cuando deben fallar asuntos en donde sus amigos o conocidos intervienen como letrados.
La imparcialidad judicial no es una aspiración filosófica y teórica: es un componente esencial del Estado de Derecho. El juez no puede dar la apariencia de ecuanimidad si se comporta como uno más dentro de la comunidad litigante; no puede salvaguardar derechos si comparte espacios sociales con quienes en otros contextos debería evaluar con rigor. Este es un principio universal del derecho procesal y constitucional: la fe pública en la justicia debe estar sustentada en hechos, no en suposiciones.
Que hoy se esté removiendo ministros de los tribunales superiores por acusaciones constitucionales y órdenes de la propia Corte Suprema es, en cierto sentido, un ejercicio de corrección, una señal de buen funcionamiento de las instituciones.
Pero también debe ser interpretado como una alerta temprana de que los mecanismos vigentes de nombramiento y de control de probidad son insuficientes. ¿Cómo es posible que personas con conflictos tan evidentes hayan llegado a ocupar altos cargos en la judicatura? ¿Qué vetos, qué exigencias de transparencia, qué requisitos de conducta ética hemos dejado sin regular o sin aplicar?
En este contexto, creo que es urgente revisar y reformar a lo menos:
– Los mecanismos de selección y nombramiento de jueces, para que incluyan evaluaciones externas rigurosas sobre integridad y conflictos de interés.
– Los sistemas internos de control disciplinario, dotándolos de independencia real y capacidad sancionatoria efectiva.
– Los criterios de recusación e inhabilitación, fortaleciendo la obligación de transparencia activa por parte de los magistrados.
Si no tomamos estas reformas con sentido de urgencia, la sociedad perderá lo que aún resta de confianza en un poder que debería ser garante primero de la justicia y luego del ofrecimiento de soluciones legales igualitarias para todas y todos. Porque un Poder Judicial rodeado por sospechas no puede seguir siendo la piedra angular del sistema republicano y democrático.
La subsistencia del Estado de Derecho exigirá siempre un Poder Judicial libre de toda sombra de duda, y ese objetivo solo se alcanza con instituciones fuertes, transparentes y sometidas al más alto estándar de probidad.
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