Me temo que lo que viene es más que una imprudencia; una fuga desesperada hacia un pasado donde la política consistía en imponer a golpes la autoridad del más fuerte. ¿No ha sido ese el juego de Maduro, de Netanyahu, de Trump y de Putin?

No hemos escuchado la promesa de balas y muertes que se ha afirmado tan explícitamente, con tanto énfasis y tanto éxito en esta campaña presidencial. Vamos hacia enfrentamientos violentos que ofrecen sacudir nuestra historia y estamos discutiendo el déficit presupuestario y las inconsistencias varias de los programas de gobierno.

Hay algo en la cultura política que no nos deja ver el desastre que viene y que lo descarga de todo interés. Lo dejamos en el plano de las profecías pesimistas y de mal gusto. El rechazo viene en parte del carácter especulativo de la anticipación y, en mayor medida, de nuestra incapacidad de lidiar con la desgracia auto inferida.

Ni la tragedia ni la pena tienen curso vigente en nuestra modernidad. Nos decimos que la violencia anunciada se reducirá a ajustes menores en las cuentas sociales y políticas. Con eso nos quedamos tranquilos.

Ponemos en duda y descartamos la probabilidad de un descalabro mayor, aduciendo que estamos recién en el terreno de las declaraciones de intención, de la definición de propuestas y la declamación de promesas. Más que detallar un programa, los dichos violentos marcan los énfasis, las convicciones y la sencilla determinación política de hacer respetar las buenas costumbres y el derecho.

Si fuera así, que el despliegue de amenazas no es más que una figura discursiva, mayor razón para ocuparse de que esas declaraciones no pasen a los actos. Lo que habla en esos discursos incendiarios no son un par de personajes K sino toda una involución política que afecta a buena parte del globo. Su fuerza y su determinación no deberían ser puestos en duda.

¡Las muertes por venir no son un tema!

Poner en debate la muerte no está a la altura de la civilidad y el buen humor que nos atribuimos en la política chilena. Un aire de escepticismo y despreocupación se complementa con las exageraciones catastrofistas y las indignaciones de opereta que despuntan en la escena cotidiana de la política.

Preferimos pasar por alto no solo los riesgos, también las muertes que se anuncian como ciertas en la campaña de los vencedores anticipados. ¿Está fuera de lugar hablar anticipadamente de la muerte de ciudadanos como el producto propiciado por una determinada política?

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Las amenazas de muerte por violencia política están fuera del lenguaje crítico; entran en el silencio más espeso y a la vez delgado, que envuelve las miserias de la prepotencia, el resentimiento y las venganzas acurrucadas en la ley del más fuerte. Todo se conjuga para abrir caminos a una barbarie que pide hechos y no palabras, que se atribuye la claridad de los actos elocuentes por medio de golpes impactantes que restablecen la autoridad en su sentido más arcaico.

Veamos si estamos ante una especulación infundada o ante la probabilidad fundada de daños que todavía son evitables.

Se nos promete, una vez más, pacificar La Araucanía como si no tuviéramos memoria de lo que eso significa. Se nos ofrece desalojar las tomas de terrenos, los campamentos ilegales y los comercios informales como si eso fuera posible y deseable. Se nos llama a recuperar, no la capacidad de acuerdos sino la obediencia a una autoridad sin matices caracterizada por su disposición a la violencia.

Se habla de usar la violencia en razón de su economía; de su velocidad y su eficiencia. Se habla del uso de la fuerza como si no supiéramos que la violencia no es un medio sino un fin y una finalidad en sí misma.

En este punto es necesario decir que unos cuantos actos de violencia no van a recuperar la autoridad arcaica que estaba disponible en las formas de la moral y del gobierno de cuarenta años atrás. La época de educar a los niños a coscorrones no volverá.

La incompatibilidad del autoritarismo con las exigencias de desarrollo tecnológico y con la memoria muscular de la democracia, no transforman, sin embargo, la amenaza violenta en un evento anecdótico. Los estados de emergencia y el énfasis policial dejan heridas profundas en la sociedad y son obstáculos para el desarrollo de una economía emprendedora.

El empeño de esta derecha radical no es modesto, ni deja de estar fundado en una forma de ver la historia que constituye una polaridad irreductible en la trayectoria de la humanidad. Los instintos que rechazan al otro por extraño y peligroso son tan permanentes como los impulsos inversos a la hospitalidad y a sus riesgos.

Es en razón de esa cultura, antes tímida y resurgida de las cenizas, que se nos invita a repudiar las divergencias sexuales como desvíos de la buena normalidad. Todo lo que la cultura radical no puede concebir más que como encarnaciones del mal va a ser empujado de vuelta al margen y a la clandestinidad.

Se nos propone volver a sembrar la frontera de minas antipersonales. Es apenas una idea lanzada en un foro, me dicen, pero si ya lo han hecho, ¿Qué les impide volver a hacerlo antes de volver a arrepentirse?

Se nos propone afirmar los derechos de la autoridad policial, dotándola de mayores atribuciones y de menores resguardos en el uso de la fuerza.

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Se propone incorporar al ejército, otra vez, en funciones de orden público. De nuevo tendremos al ejército distorsionado en funciones de policía y a la policía tomando partido en política. Esta no es una opción técnica, es una reivindicación histórica sentida, profunda, de la participación de civiles junto a las FFAA en la dictadura de Pinochet.

Se promete combatir el crimen organizado con operaciones como la de Rio de Janeiro donde murieron 130 maleantes supuestos, en un solo pestañar del gatillo y sin confirmación de la efectividad de la diligencia. Lo importante es enviar una señal de perdición a los delincuentes y de seguridad a la ciudadanía. Los golpes son señales que sustituyen al lenguaje.

Se nos ofrece terminar con los inmigrantes ilegales sin empadronarlos; justificando una búsqueda a tientas que mantendrá a la población en vilo, sin saber quiénes son los ilegales y sin declarar los campos de concentración y las restricciones a la libertad que supone el cumplimiento de esa oferta.

Se nos pedirá creer que la búsqueda incesante de maleantes tiene un sentido distinto de lo que hace en realidad; mantener a la población bajo tensión y en estado de intimidación permanente.

¡Se nos promete un gobierno de fuerza y de sonrisas!

Amabilidades y golpes en sordina; ¿de qué se extrañan si se los dije? El poder seduce, tuerce las conciencias y las apabulla. Cuánta gente decente ha estado dispuesta a ponerse una nube en la cabeza y hacer pasar las atrocidades de Pinochet como males accidentales, necesarios e inevitables; causados por una fuerza mayor que nos descarga a nosotros de toda responsabilidad.

¿Cuántos admiran las acciones de un Trump que ha hecho de la mentira un estilo de gobernar y de los asesinatos extrajudiciales un modo de comunicarse con el adversario?

Esto es lo que se nos ofrece hoy, explícitamente: Muertes que van a ser declaradas inevitables y causadas por los fallecidos mismos.

Estamos en un momento que ha desesperado de la política.

La violencia y la muerte se ofrecen como argumento para gobernar y son aceptados con alegría y validados por la democracia. Los usos desmedidos de la fuerza son justificados en nombre del Estado de Derecho y de su colapso, ocurrido ya, bajo nuestros ojos.

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En nombre de una recuperación de las buenas costumbres y del derecho, se tantea la posibilidad de actuar extrajudicialmente para que la acción contra los insurgentes y los delincuentes pueda ser rápida y definitiva. Se quiere salvar el derecho desde afuera, declarando, al estilo de Trump y de Netanyahu, el derecho del gobierno a romper las reglas que lo contienen.

Dice un viejo amigo y abogado: Yo diría que el tema no es un actuar ilegal del Estado sino un actuar imprudente, simplón, incapaz de abarcar la diversidad multidimensional del fenómeno de la seguridad, incompatible con los equilibrios y ponderaciones que gobernar exige. Cita luego a la American Rifle Association: “The best thing against a bad guy with a gun is a good guy with a gun”. Y prosigue; el asunto no es la violencia, que el Estado legítimamente debe ejercer, sino el simplismo de reducir la complejidad de gobernar a la opción de apretar o no el gatillo de un arma.

Me temo que lo que viene es más que una imprudencia; una fuga desesperada hacia un pasado donde la política consistía en imponer a golpes la autoridad del más fuerte. ¿No ha sido ese el juego de Maduro, de Netanyahu, de Trump y de Putin?

Es necesario insistir en que, en este momento, en que la política parece insuficiente, lo que el país necesita es más política, más diálogo y no más economías de lenguaje.

Algunos apuestan a que el éxito contra los ilegales y los delincuentes cubrirá la brutalidad con un manto de indulgencia enhebrado en el argumento del mal menor. Se afirmarán en la misma racionalidad que justifica la tortura.

El resto será bruma y progresos comunicacionales en todos los ámbitos de la vida en común.