Mis padres son adultos mayores, y como tantos otros en Chile, han pasado gran parte de esta pandemia en soledad. De hecho nos ‘vimos‘ (literalmente) sólo dos veces desde marzo del año pasado, al aire libre y cuando las fases lo han permitido.

De ahí que mis viejos hallaran algo de solaz en adoptar, hace unos meses, a una gata y su camada, que una vecina irresponsable insiste en dejar “al cuidado de Dios”. O sea, de nadie.

Ayer estaban sentados en el pórtico viendo a los gatos comer y jugar en la entrada de la casa -ya que se niegan a permanecer dentro mucho tiempo- cuando un motorista de Rappi pasó a toda velocidad por la vereda, atropellando a uno de ellos. El pobre felino, en su desesperación, huyó perdiéndose por el enrejado de otra casa cercana, dejando a mis padres con el dolor y la incertidumbre de no saber cuán graves serían sus heridas.

Aquí hay 3 cosas muy mal

Primero, la irresponsabilidad de la vecina que, como tantos otros chilenos, sigue demostrando que la ley de “tenencia responsable” luce muy bonita en el papel pero seguirá sin mayor efecto mientras no exista una institucionalidad -como la RSPCA británica– que la sustente.

Segundo, del repartidor, individualmente. ¿Por qué carajos conducen motos por la vereda como en pista de carreras? ¿Y si en vez de un gato se hubiera cruzado un niño?…

Y lo tercero es la respuesta: el sistema. Sin exculpar la imprudencia del conductor, tanto Rappi como PedidosYa y Uber Eats basan su negocio en la mayor cantidad de entregas al menor costo posible. De aquí que no sólo premien a quienes “vuelan” por la ciudad para multiplicar sus ganancias –a su propio riesgo y de la comunidad– sino que castigan bajando de rango a quienes se demoran, aunque sea por fuerza mayor.

Resolver esto no es fácil. Algunos repartidores se han unido para que los reconozcan como empleados en vez del eufemismo de “socios“, con todos los beneficios legales e incluso humanos, como tiempo de descanso y un lugar para ir al baño. Sin embargo como comprobó rápidamente California el año pasado al intentar legislar en ese sentido, las empresas de la “gig economy” o “economía colaborativa” (otro maravilloso eufemismo) no pueden absorber el crecimiento exponencial de los costos y acaban despidiendo a la mayoría de sus “colaboradores”.

De hecho, una agrupación de periodistas freelance interpuso acciones en contra de la ley, considerando que esta restringía sus posibilidades de trabajar al limitar sus colaboraciones a un número máximo por año, tras lo cual debían ser contratados por el medio que las recibía. Resultado: un medio terminó marginando a casi 200 freelance y contrató en su reemplazo a un número de menor para suplirlos. Todos pierden.

Pero un tema de derechos humanos tampoco puede ser dejado a la bondadosa “mano invisible” del mercado. Requiere urgente una legislación que provea tanto garantías mínimas como reglas claras para los repartidores de “delivery“, al tiempo que permite mantener un sistema flexible para que hagan dinero, sobre todo en tiempos difíciles como estos.

Hasta ahora, ningún parlamentario se ha ocupado en específico de ellos, existiendo únicamente proyectos en trámite que los incorporan tangencialmente.

A fines de 2020, el senador Girardi anunciaba un proyecto para que Chile sea pionero mundial en regular los neuroderechos de las personas… algo muy útil cuando las máquinas y su inteligencia artificial se rebelen contra nosotros, y tan urgente como legislar sobre el turismo espacial.

¿Y si en vez de ocuparnos de temas del estante de la ciencia ficción nos ocupamos de los reales? Como la desprotección de los consumidores frente a los incumplimientos del comercio electrónico, el ciberacoso (que hoy no es delito salvo que involucre amenazas), la recopilación de datos personales por multinacionales (como esta aplicación) o la desesperación kamikaze de los repartidores de delivery por hacerse un sueldo.

Quizá así dejemos de lamentar accidentes viales innecesarios, que involucren más que a gatos, cuyo abandono también pudo haberse evitado.

PD: Por cierto, para quien le interese, horas después mis padres lograron encontrar al gatito que, por fortuna, acabó más magullado del orgullo que de sus patas. Se gastó una de sus vidas.