No se trata de humanizar a los animales hasta el absurdo, sino de descosificarlos. Se trata de que el Derecho chileno tenga la madurez ética para distinguir entre una lavadora y un ser vivo que siente apego.
El término de una relación significativa siempre trae consigo una burocracia dolorosa y, a menudo, deshumanizante: la separación de bienes. En la intimidad de una sala, una pareja deshace la vida que construyó en común. Se reparten los libros, se decide quién se queda con el televisor inteligente, se vende el auto. “Tú te llevas la lavadora, yo me quedo con el microondas”. Es una operación matemática necesaria para cerrar un ciclo material.
Pero la ecuación se rompe violentamente cuando la mirada se posa en el rincón de la sala, donde un par de ojos te observan con lealtad absoluta y sin entender nada: tu perro o tu gato. Ese ser que te acompañó en las noches de insomnio, que celebró tus llegadas como si fueras una celebridad y consoló tus penas en silencio. Para ti, no es un objeto; es familia.
Sin embargo, aquí es donde el sistema legal chileno nos da un portazo en la cara. Para el Código Civil, ese ser que siente, ama y sufre, tiene exactamente la misma jerarquía jurídica que el microondas que acaban de repartir.
No es una exageración retórica; es la cruda realidad normativa. Para nuestros tribunales civiles, tu mascota es un “bien mueble semoviente”. Un objeto que tiene la capacidad de moverse.
Jurídicamente, disputar la compañía de tu perro en un divorcio se rige por las mismas reglas de propiedad que disputar un electrodoméstico. Y esa frialdad legal está provocando tragedias emocionales silenciosas todos los días en nuestro país.
Como estudiante de Derecho y animalista, observo con preocupación una incoherencia profunda en nuestro ordenamiento jurídico. Chile vive hoy una suerte de “esquizofrenia legislativa” respecto a los animales no humanos.
Por un lado, hemos avanzado social y penalmente. La promulgación de la Ley 21.020 (conocida como Ley Cholito) marcó un hito al reconocer a los animales como “seres sintientes”. El Estado, a través del Derecho Penal, nos dice que debemos protegerlos, que su bienestar importa y que el maltrato es un delito perseguible. Hemos evolucionado éticamente al entender que no son cosas inertes, sino víctimas potenciales de dolor.
Pero, paradójicamente, cuando entramos a un juicio civil de divorcio o separación de bienes, esa evolución se detiene en seco. El juez civil se ve obligado a aplicar un Código redactado en el siglo XIX, una época agraria donde los animales eran herramientas de trabajo o transporte, no compañeros de vida. Bajo esta lógica arcaica, el vínculo afectivo es irrelevante para la sentencia; lo único que importa es el título de dominio.
La pregunta técnica que resuelve el conflicto en tribunales no es “¿Quién tiene el vínculo más sano y protector con el animal?” o “¿Qué es lo mejor para su estabilidad emocional?”. La pregunta es puramente mercantil: “¿A nombre de quién está la boleta de compra o el registro del chip?”.
Si tú fuiste quien lo cuidó, lo alimentó, lo llevó al veterinario y generó el apego seguro, pero tu expareja fue quien pagó la transacción inicial con su tarjeta, la ley le otorga la propiedad a él. El Derecho de propiedad se impone sobre el afecto y el bienestar, despojando a uno de los miembros de la pareja de un ser querido y condenando al animal a perder a su figura de apego sin consideración alguna.
Familias multiespecie
El legislador chileno no puede seguir ignorando que el concepto de familia en nuestro país ha mutado radicalmente. La familia nuclear tradicional ya no es el único modelo. Hoy, sociológicamente, hablamos de familias multiespecie.
Para miles de personas —especialmente jóvenes, parejas que deciden no tener hijos biológicos o personas mayores que viven solas— las mascotas cumplen funciones afectivas nucleares. Son hijos, son soporte emocional, son la razón para levantarse cada día.
Cuando una pareja se rompe, el duelo por la pérdida abrupta y forzada de la mascota es devastador y psicológicamente real. No es un capricho “millennial” ni una frivolidad; es una realidad sociológica de vínculos profundos que el Derecho de Familia debería acoger y proteger, en lugar de negar.
Países con tradiciones jurídicas similares a la nuestra, como España (Ley 17/2021) y Portugal, ya han reformado sus Códigos Civiles para adaptar la ley a la sensibilidad del siglo XXI. En esos sistemas, el juez tiene el deber imperativo de decidir el destino del animal basándose en su bienestar, permitiendo establecer regímenes de visitas y gastos compartidos. En Chile, en cambio, seguimos atrapados en la lógica de la “cosa”.
Existe una dimensión aún más oscura y peligrosa en esta falta de regulación: la violencia. El vacío legal actual permite que la mascota sea utilizada como un instrumento de control, coacción y daño hacia la pareja.
He conocido casos dramáticos donde el animal se convierte en un rehén emocional. Frases como “Si te vas de la casa, no ves más al perro”, “Si me pides el divorcio, lo regalo” o “Si no aceptas mis condiciones económicas, lo sacrifico”, son formas brutales de violencia psicológica amparadas por la impunidad de la propiedad.
Esto se acerca peligrosamente a lo que en criminología y derecho de género conocemos como violencia vicaria: buscar dañar a la mujer a través de sus seres queridos para causarle el máximo dolor posible.
Al tratar al animal como una propiedad de la cual el “dueño” puede disponer a su antojo, el sistema judicial deja a la víctima humana (y al animal) en una indefensión total frente a esta extorsión afectiva. El maltratador sabe que la ley está de su lado porque él compró al perro, y usa ese poder para perpetuar el control.
No se trata de humanizar a los animales hasta el absurdo, sino de descosificarlos. Se trata de que el Derecho chileno tenga la madurez ética para distinguir entre una lavadora y un ser vivo que siente apego.
Es urgente una reforma al Código Civil y a la Ley de Tribunales de Familia que incorpore explícitamente la figura de la Custodia de animales de compañía, otorgando a los jueces herramientas claras para evaluar el interés superior del animal y su bienestar físico y emocional al momento de asignar el cuidado personal; establecer regímenes comunicacionales (visitas) que sean legalmente exigibles y sancionables en caso de incumplimiento y determinar el reparto equitativo de los gastos de manutención (veterinario, alimentación), entendiendo que el cuidado es una responsabilidad compartida que no se extingue con el fin del amor romántico.
Señores legisladores, el amor que sentimos por ellos no es una ficción jurídica; es lealtad pura. Y esa lealtad merece ser protegida por la ley con la misma seriedad con la que protegemos otros vínculos familiares, no reducida a un simple y frío inventario de bienes muebles.
Marisol Bórquez G.
Estudiante de Derecho
Universidad Finis Terrae
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