En Chile, ser joven y vivir en una comuna rural no es una postal romántica. Es una posición estructural que revela un doble abandono. Por un lado, la falta de oportunidades reales para construir trayectorias dignas. Por otro, la inercia de una política pública que sigue sin articular respuestas integrales para quienes habitan y sostienen los territorios fuera de la ciudad.

Los datos son elocuentes. Según la Fundación para la Superación de la Pobreza (2022), un 67,2% de los jóvenes rurales trabaja en ocupaciones informales o no remuneradas, y un 17,5% no estudia ni trabaja.

Sin embargo, esta realidad no responde a “falta de interés” o “comodidad”, como algunos discursos repiten, sino a un escenario persistente de precariedad: conectividad intermitente, baja cobertura en salud mental, escaso acceso a orientación vocacional y oferta formativa desalineada con las demandas productivas de cada territorio.

El 39,4% de los jóvenes rurales declara que dejó de estudiar para trabajar y apoyar a su familia (Estudio FRM, 2022). Esa decisión, lejos de ser voluntaria, está mediada por la urgencia y la ausencia de un Estado que garantice condiciones mínimas para proyectar futuro desde lo local.

Las regiones de O’Higgins y Maule, por ejemplo, muestran altos índices de migración juvenil, lo que genera un vaciamiento progresivo de capital humano y pone en riesgo el recambio generacional en sectores estratégicos como la agricultura, la salud y la educación rural.

Pero quizá el dato más crítico no está en las encuestas, sino en la omisión institucional. El Ministerio de Agricultura, principal actor llamado a diseñar políticas de desarrollo rural con enfoque intergeneracional, ha mantenido una preocupante distancia frente a estas problemáticas. Sus instrumentos carecen de una estrategia clara para integrar a las juventudes en los procesos de innovación, reconversión productiva o gobernanza territorial. Mientras tanto, Chile pierde año a año fuerza laboral joven en el campo.

El problema no es que los jóvenes no quieran vivir en sus comunas rurales, es que no pueden hacerlo en condiciones dignas. La desconexión entre oferta formativa, empleabilidad local y bienestar básico produce un círculo vicioso: se estudia lejos, se trabaja lejos y se vive lejos. El resultado es que lo rural se transforma en sinónimo de tránsito, no de permanencia.

Y eso tiene un costo país: se debilitan los tejidos comunitarios, se pierde arraigo y se profundiza la desigualdad territorial. Es necesario actualizar los marcos institucionales desde una lógica de equidad, descentralización y pertinencia.

Sin una batería de políticas públicas que reconozcan y fortalezcan la vida juvenil en el campo, Chile seguirá planificando con una mirada urbana, dejando fuera a quienes pueden —y quieren— construir desde sus territorios. Porque cuando la juventud se va del campo, no es el campo el que se retrasa, es el país el que pierde rumbo.

Juan Alberto Díaz
Ingeniero Comercial

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