Si miramos a nuestro alrededor, es difícil distinguir a esas mujeres llenas de rabia, las que ven que el sistema está roto y se atreven a alzar la voz. Nos hemos vuelto invisibles: ya no nos ven, no nos reconocen, no nos escuchan. De algún modo, están borrando nuestra fuerza, nuestra identidad, como si la rabia femenina fuera un exceso, una amenaza, una desviación que debe corregirse.

Las mujeres furiosas estamos desapareciendo, no porque hayamos dejado de existir, sino porque el mundo ha perfeccionado las formas de silenciarnos. Ahora lo hace con suavidad, con discursos de autocuidado, con frases bonitas sobre sanar. Nos invitan a calmarnos, a respirar, a no dejarnos llevar por la intensidad. Y en ese gesto aparentemente amable, se esconde un acto de borrado: se nos exige ser razonables, dóciles, moderadas, incluso frente a lo insoportable.

Vivimos tiempos en los que, a pesar de estar llenas de rabia, se nos ofrece amor propio en frascos de calma. Nos dicen que para ser libres debemos estar en paz, que sanar es revolucionario, que no hay que odiar, que todo se puede transmutar en luz. Pero, ¿qué lugar queda para la ira que no busca consuelo, para el grito que no quiere ser entendido, para la mujer que no quiere explicar su rabia ni convertirla en poesía? ¿Dónde están las que no quieren perdonar, las que no desean justificar sus heridas, las que no buscan aprobación?

Tal vez siguen ahí, resistiendo en silencio, acumulando fuego bajo la piel. O tal vez se han cansado de pelear contra un mundo que convierte su furia en un producto del mercado emocional.

Porque lo cierto es que no se busca comprender el origen de esa rabia que nos atraviesa, sino neutralizarla. Se espera que la mujer molesta encuentre paz, que vaya a terapia, que canalice su dolor con empatía, que no incomode, que no grite. Que se desligue de todo lo que no la haga ver lo suficientemente femenina. Y la rabia, por supuesto, no entra en ese molde.

La sociedad no quiere una mujer que molesta, asusta y desordena. Y, sin embargo, ¿no será esa rabia una respuesta legítima ante tanto silencio forzado, ante tanta injusticia heredada, ante tantos siglos de mansedumbre obligada? Tal vez no vinimos a sanar, tal vez vinimos a arder.

Y es que, históricamente, la furia de las mujeres ha sido tratada como una enfermedad. Desde la histeria en la Grecia antigua hasta el meme de “la feminazi”, ha existido un esfuerzo sistemático por deslegitimarla, por desautorizarnos. Si un hombre grita, es apasionado; si una mujer grita, está fuera de control. Si él está furioso, seguro tiene una razón válida; si ella lo está, debe estar en “esos días del mes”. Aún hoy, la rabia masculina se justifica, mientras que la femenina se minimiza, se ridiculiza o se ignora por completo.

Entonces, ¿qué hacemos con toda esta rabia? ¿Dónde la ponemos?

Hoy se nos invita a suavizar nuestras luchas: a escribirle cartas a nuestro “yo herido”, a respirar profundo antes de responder, a ponernos en el lugar del otro, a ser comprensivas y equilibradas. Y claro, la introspección tiene valor, pero ¿no estaremos también siendo entrenadas para anestesiarnos mientras el mundo se derrumba? ¿No será que, poco a poco, la figura de la mujer rabiosa se está borrando porque no encaja con los estándares de feminidad que tienen ciertos sectores?

Tal vez la incomodidad que provoca nuestra rabia sea precisamente lo que la hace más urgente, más necesaria. Tal vez no hay que apagarla, sino encenderla con más fuerza.

Mientras nos dicen que “la sanación es revolucionaria”, los valores de la extrema derecha avanzan sin pudor y con rabia propia: castigan el aborto, censuran libros, persiguen identidades, refuerzan el orden, la moral y el castigo. Ellos están furiosos, y no están pidiendo perdón. ¿Por qué deberíamos hacerlo nosotras?

En un mundo donde el autoritarismo crece, donde retroceden los derechos conquistados y las voces disidentes son silenciadas, es precisamente ahora cuando más necesitamos a las mujeres llenas de rabia. A las que no se calman. A las que no aceptan retrocesos. A las que no están dispuestas a desaparecer sin pelear.

Siempre se repite que si estuviéramos presenciando un exterminio, haríamos algo. Que no lo permitiríamos. Pero eso ya está ocurriendo, hoy, en tiempo real: en un extremo del mundo, se extermina a un pueblo entero (Palestina); en otros, se desplaza y encierra a comunidades enteras (Estados Unidos); y en otros, se borra la identidad y la historia (Chile, Latinoamérica).

Lee también...

Nos estamos borrando

Al normalizar los ideales que nos minimizan como mujeres, no solo nos silenciamos a nosotras, sino que también borramos a todas aquellas que lucharon antes, que gritaron para que hoy nosotras tuviéramos voz. Y si no gritamos ahora, ¿cuándo?

Entonces, ¿nosotras qué hacemos con nuestra ira? ¿La convertimos en un poema, en un reel, en una frase cursi? ¿La archivamos bajo la etiqueta de “energía negativa”? ¿La escondemos por miedo a incomodar, a ser llamadas intensas, exageradas, locas?

La rabia femenina ha sido tan ridiculizada que muchas prefieren disfrazarla de tristeza, de silencio, de humor, de ironía. Pero disfrazarla también es dejar que nos la roben. Porque en un mundo que se endurece, que se vuelve más hostil hacia las mujeres, hacia las identidades disidentes, hacia lo libre, la rabia no es un error: es una respuesta. Una que arde con razón.

Así que, mujeres llenas de rabia: las invito a no sanar. No apaguen ese fuego que arde dentro. Abracen su furia, aférrense a ella, aliméntenla si lo necesitan. Hoy, más que nunca, el mundo requiere de su voz firme, de su valentía sin disculpas, de su rabia como brújula. No se justifiquen, no se expliquen, no se callen. No tienen por qué hacerlo. Nadie dijo que debamos perdonar ni seguir adelante sin cuestionar. A veces, lo verdaderamente subversivo es quedarse, arder, resistir.

Y a quienes no llevan esa rabia dentro, los invito a mirar a su alrededor con honestidad: observen las fallas del sistema, intenten entender qué genera esa furia en las mujeres. Cuestionen el contenido que consumen y eviten dar espacio a quienes solo usan su voz para esparcir odio o no aportan nada constructivo.

Y para quienes se incomodan con esa rabia: tal vez la incomodidad es señal de que algo está por romperse. Y eso no es un problema. Es una promesa.

Por Marigris Parra
Concepción

Nuestra sección de OPINIÓN es un espacio abierto, por lo que el contenido vertido en esta columna es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial de BioBioChile