Resulta llamativo el giro que en los últimos años ha tomado el panorama religioso y espiritual en Chile. Lejos de representar un simple vacío de sentido, el debilitamiento de las estructuras eclesiásticas tradicionales ha dado paso a una insólita proliferación de prácticas, símbolos y discursos alternativos, muchos de los cuales escapan a los marcos convencionales de lo religioso, pero conservan, o bien, reinventan su impulso trascendente.
Parece que la religión ya no vive solamente en las iglesias, los templos o las parroquias, sino que se desplaza, muta y se reinventa en los rincones más insospechados de nuestro país. En efecto, se ha vuelto una práctica común escuchar de rituales de sanación energética, cartas astrales, altares domésticos, santos populares, amuletos de cuarzos y sahumerios. De este modo, mientras el rito tradicional pierde poder normativo, se alzan nuevas formas de espiritualidad más intuitivas, más personalizadas, más estéticas que estrictamente teológicas.
En este escenario, lo religioso se encuentra lejos de desaparecer, simplemente ha cambiado de rostro. Ya no se transmite solo desde una iglesia, también se construye desde la experiencia individual. Es una espiritualidad sin dogma, sin jerarquía, sin liturgia obligatoria. Una suerte de religión líquida, que se mezcla con el bienestar emocional, lo terapéutico y lo mágico.
Creencia sin pertenencia, fe sin autoridad
Ahora bien, el alejamiento de los creyentes de la institucionalidad eclesiástica no implica necesariamente el rechazo de lo trascendente, pues como indica la Encuesta CEP 92 (2024), un 74% de los encuestados dice estar de acuerdo con una forma de creencia individual para conectarse con Dios, sin necesidad de iglesias ni servicios religiosos. Esto marca un punto de inflexión. Ya no se trata de una creencia formal como manda la tradición, sino de creer como lo dicta la interpretación personal. Es una especie de fe sin mediadores, donde el púlpito es reemplazado por cuentas de TikTok esotérico, audiolibros de autoayuda espiritual y gurús digitales que enseñan a canalizar “tu energía interior”.
De ahí que, no estamos frente a una sociedad descreída, muy por el contrario, estamos frente a un proceso de individuación de lo religioso. En este sentido, la socióloga británica Grace Davie acuñó el concepto de “creer sin pertenecer” para describir esta tendencia. Chile también parece confirmar esta tesis, aunque con matices propios, pues aquí se da un proceso paralelo de desafección institucional y proliferación de nuevos repertorios simbólicos, que muchas veces se alejan del monoteísmo judeocristiano para aventurarse a explorar prácticas vinculadas al esoterismo, al panteísmo o inclusive a una vaga “conexión con el universo”.
Este fenómeno encuentra un terreno particularmente fértil en una sociedad atravesada por el desencanto, donde las instituciones religiosas —al igual que muchas otras estructuras de poder— han sufrido una profunda crisis de legitimidad. Los escándalos, los abusos, el distanciamiento generacional, la incapacidad de adaptación a los tiempos contemporáneos y la ineficacia para responder a las demandas éticas actuales han contribuido a que las iglesias sean percibidas, en ciertos sectores, como entidades anacrónicas o desvinculadas de la experiencia cotidiana.
En este contexto, las nuevas formas de espiritualidad tienden a ser sincréticas, individualizadas y flexibles. Al igual que una playlist en Spotify, cada persona construye su propio sistema de creencias según sus afinidades y necesidades: un poco de astrología, algo de meditación, alguna práctica ancestral mapuche, y quizás una vela encendida a San Expedito, por si acaso.
La nueva religión es emocional
Asimismo, las nuevas formas de espiritualidad que han emergido comparten un rasgo fundamental: su estrecha vinculación con el bienestar emocional. Más que responder a un imperativo ético o comunitario, muchas de estas creencias se orientan hacia la búsqueda de equilibrio, paz interior y sanación personal. La espiritualidad se transforma así en un ejercicio terapéutico, en una herramienta de autoayuda destinada a gestionar el malestar existencial y el estrés propio de la vida moderna.
En este marco, la nueva espiritualidad ya no se interroga por el bien y el mal, la justicia o la salvación, sino por la ansiedad, el trauma y la energía interior. Lo relevante no es tanto lo que se cree, sino cómo se siente. Esta emocionalización de lo religioso da lugar a prácticas que, si bien pueden ofrecer alivio momentáneo, también tienden a ser frágiles y volátiles, al estar sujetas a modas efímeras, algoritmos digitales y lógicas de consumo.
¿Es este un signo de decadencia? No necesariamente. Es también una muestra de la capacidad humana para reinventar sus vínculos con lo sagrado. Sin embargo, hay razones para la crítica. Porque junto con estas búsquedas legítimas, proliferan también los oportunismos, dando pie a los chamanes improvisados, las pseudoterapias sin base científica, los discursos dogmáticos disfrazados de libertad espiritual. En fin, la espiritualidad sin instituciones también puede volverse un negocio sin escrúpulos, donde se promete salvación emocional a cambio de cursos caros, amuletos milagrosos o terapias esotéricas.
Tradición y resistencia en tiempos líquidos
Fuera de esto, cabe preguntarse, cuál es el lugar de las religiones tradicionales en este nuevo escenario. ¿Están destinadas a desaparecer? Probablemente no. Pero sí se enfrentan a un enorme desafío, el cual es: replantear su forma de presencia en el espacio público y su modo de acompañar a las personas. Siendo así, las instituciones eclesiásticas que sobrevivan no serán necesariamente las más rígidas, sino las más capaces de escuchar, de dialogar, de ofrecer integración en tiempos de fragmentación.
Entonces, hoy más que nunca, se necesitan espacios donde la espiritualidad no sea sinónimo de consumo emocional, sino de sentido compartido, de crítica social, de apertura al otro. Religión no como refugio individual, sino como práctica de esperanza colectiva. En ese sentido, la fe aún tiene mucho que decir. Pero para ser escuchada, tiene que salir de su torre de marfil y aprender a hablar nuevos lenguajes, sin renunciar, evidentemente, a su profundidad.
Una oportunidad para pensar lo religioso desde el margen
Por otro lado, quienes se definen como ateos, agnósticos o buscadores espirituales no presentan, necesariamente, ausencia de experiencia religiosa, sino más bien una apertura hacia nuevas formas de espiritualidad, difíciles de encasillar pero imposibles de soslayar. Este fenómeno obliga a replantear las tradicionales dicotomías entre religión y secularidad, entre creencia y razón, entre Iglesia y sociedad.
En definitiva, lo que se perfila hoy en Chile no es la desaparición de la religión, sino su transformación profunda, tal como lo manifestó Frédéric Lenoir en su análisis sobre las mutaciones del fenómeno religioso contemporáneo. Asistimos al auge de una espiritualidad errante, a menudo contradictoria, desinstitucionalizada pero intensamente vivida, que busca sentido en la fragmentación y sacraliza lo cotidiano sin renunciar del todo a lo trascendente. Un deseo de conexión que se expresa en nuevas formas, muchas veces precarias, pero no por eso menos significativas.
Comprender este fenómeno no significa celebrarlo sin crítica ni condenarlo a través de la nostalgia, sino más bien, aprender a escucharlo. Porque ahí, en el margen, en lo difuso, en lo que no cabe en las estadísticas, es donde se están gestando los nuevos los relatos del porvenir.
Enviando corrección, espere un momento...
