La asamblea del Colegio de Profesores, por 198 votos a favor y 17 en contra, decidió apoyar la convocatoria a un “paro nacional ascendente” para este 26 de julio.

Las razones aducidas son múltiples: deuda histórica, pago de sueldos, bonos de retiro, mayores recursos para abordar la situación de violencia que se viene dando desde hace ya demasiado tiempo en cientos de establecimientos educacionales a lo largo del país, entre otras.

Habida consideración de la catástrofe educacional por la que atraviesa el país -la más grave, a mi juicio, la decisión de convocar a un paro resulta incomprensible. ¿O acaso parece legítimo y razonable que, por la voluntad de menos de doscientos docentes dirigentes, de un universo total de más de 247 mil profesores a nivel nacional, se prive de más horas de clases a miles de estudiantes, cuando la evidencia no ha hecho sino refregarnos que sólo con más clases y acompañamiento a los alumnos podremos siquiera comenzar a pensar en salir del abismo educacional en el que nos encontramos?.

La necesidad de abordar los puntos esgrimidos por la colectividad no deja de ser pertinente, y urge que la institucionalidad educacional se haga cargo de ellos. ¿Pero se justifica, a partir de la insatisfacción de este gremio, un paro nacional? ¿se está dimensionando lo pernicioso de la decisión y perjudicial que resulta, no sólo para los estudiantes, sino también para sus familias, y para el país en último término? ¿o se trataría, una vez más, de una decisión que no hace sino reforzar una postura que viene incubándose desde hace ya varios años en la colegiatura, por la que se anteponen intereses facciosos a la genuina preocupación por la educación y los estudiantes?

Desafortunadamente, la actitud que viene adoptando el Colegio de Profesores desde hace ya varios años permite suponer esto último. En el marco de la crisis de octubre de 2019, el entonces presidente de la colectividad, Mario Aguilar, llamaba a boicotear el Simce por considerarlo “injusto”, al tiempo que llamaba a terminar con la PSU, considerándola un sistema “segregador, clasista, machista y con sesgos de género”.

La negativa asumida durante la pandemia al retorno presencial es conocida por todos. Basta recordar cuando en enero de 2022, el mismo Aguilar acusó “total desconexión con la realidad” al ministro Raúl Figueroa, por haber adoptado la decisión de hacer obligatorio el retorno a clases, en circunstancias en que para ese entonces 135 países ya lo habían hecho (UNESCO), y Chile se posicionaba como el país que más tiempo tuvo las escuelas cerradas
(259 días). No bastando ello, apoyaron la acusación constitucional que la entonces
oposición –hoy gobierno- dedujo contra el ministro. “Hay argumentos más que suficientes”, esgrimió el asumido presidente Carlos Díaz.

Como si ello no hubiese bastado, y tras el anuncio hecho por el Ministerio de Salud, que estableció el retorno del uso de las mascarillas en los establecimientos educacionales para niños mayores de 5 años, la colegiatura pidió extender las vacaciones de invierno, ya que, a juicio de su presidente, era “la única forma de evitar contagios”.

Y no deja tampoco de ser ambivalente la postura que en torno a la violencia la colectividad ha asumido. Si bien Carlos Díaz ha sido lo suficientemente responsable como para condenar la violencia –física y psicológica- que cientos de profesores han debido padecer dentro de las aulas, uno esperaría la misma actitud y rechazo respecto a la violencia que se está dando fuera de las salas de clase (el apoyo al indulto presidencial que se dio a los supuestos “presos políticos”, y el rechazo a la aplicación de la ley Aula Segura reflejan la paradoja), y que explican en gran medida la debacle de la educación pública en Chile.

Frente a la situación educacional que vive el país, ejercer presión a través de un paro nacional no deja también de ser un atentado que agrava nuestra triste realidad.

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